LA CAÍDA DE LA CASA PUJOL
¿Qué
le queda a un pueblo cuando se le vienen abajo sus modelos y referentes? Me
refiero, claro está, a los grandes, los “honorables”. Siempre dije que la
explosión del bienestar –las vacas gordas– pilló a este país sin ninguna
preparación para asimilar la riqueza. Acostumbrados a los padecimientos de los
años del hambre, donde tan sólo medraban los cuatro especuladores de turno, lo
que vino a muchos les pareció jauja, y, como aquellos antepasados nuestros
que, hartos de pasar hambre, se entregaban a auténticas bacanales, tipo “la
grande bouffe”, siempre que podían, lo mismo ha ocurrido con el dinero. Si al
fin y al cabo se hubiera tratado de oro en barras…
Decía
Vázquez Figueroa que lo único que crece sin control es la ambición, la avidez y
la envidia, o sea, la maldad, frente a la cada vez más escasa bondad, la ética
y el sentido de la honradez, que hay que buscarlos, como Diógenes, con candil.
Golfos, chorizos, truhanes y tramposos siempre han pululado por doquier, como
algo connatural a nuestra especie, y aún más en España, pero lo que venimos
viendo rompe moldes, no sólo por la cantidad, sino también por la calidad –del
rey abajo ninguno.
Faltaba,
sin embargo, algo que colmara el vaso, y, a reserva de algo todavía más sonoro
–que puede llegar–, tenemos el caso Pujol, que ha venido a hacernos perder la
ya escasísima fe que nos quedaba en la clase política española. La caída de
Pujol viene a ser como decir que el Papa Francisco reconoce un día que jamás
tuvo fe.
Un
hombre que siempre fue espejo de demócratas, que luchó contra Franco, que
siempre fue pieza fundamental y referencia política, tener que confesar que
durante décadas amasó una fortuna inmensa es algo que desborda la fantasía. Y
pensar que este hombre daba lecciones de ética, de moral, a cuantos le salían
al paso, y, sin embargo, qué procesión llevaba por dentro… Se puede parecer un
gran hombre, oler bien, vestir mejor, parecer un dechado de virtud, y ser no
obstante un canalla, que diría Shakespeare. Cuál no sería su calvario durante
años, impartiendo honorabilidad, oliendo a santidad, cuando él bien sabía que,
en el fondo, era un vulgar chorizo. El miedo que debió de sentir hasta su caída
cada vez que oyera la máxima de que, antes o después, a todos los cerdos le
llega su San Martín. Porque, lo más chusco es que, al parecer, eran muchos los
que sabían –o sospechaban– o callaban por miedo, por interés, por lo que fuera,
actitud que no puede por menos que recordarnos la de los ciudadanos alemanes
frente al horror de los campos de exterminio.
Pero,
desde luego, hay que reconocer que, miedos aparte, Jordi Pujol, el hombre de
los guiños –ahora los entendemos– supo hacer a la perfección una operación de
saqueo comparable a las de los grandes mafiosos sicilianos. Toda una familia
esquilmando y pregonando al mismo tiempo el eslogan de que España robaba a
Cataluña. ¡Cuánta mezquindad! Lo que no calcularon, como Luis Roldán y como tantos,
es el posible despecho de una mujer. Cherchez
la femme. Máxima indiscutible.
¿Para
cuándo las medidas? Pues reconozcamos que aquí sí existe el riesgo inminente de
fuga. Coches de lujo no les faltan. Ni medios. Aunque siempre cabe el recurso
de Artur Mas, o sea, dejarse invadir por la pena. ¡Qué ironía! ¿Para cuándo la
hora de tocar fondo? Aquí no cabe otra que restitución, juicio rápido y castigo ejemplar: es lo que exige el
pueblo harto de estar harto que decía Serrat.
Juan Bravo Castillo.
Domingo 10 de agosto de 2014
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