UNA DECISIÓN CUANDO MENOS DISCUTIBLE




            La casi unanimidad con que ha sido tomada por los diferentes estamentos la abdicación del rey Juan Carlos I, no puede por menos de hacernos reflexionar. Se hablaba de una más que hipotética renuncia a la corona, en especial después de las sucesivas jubilaciones de Benedicto XVI, del rey de Bélgica Alberto II y de la reina Beatriz de Holanda. Pero teníamos a Juan Carlos por un hombre tenaz, en especial después de su arrepentimiento público, gesto duro donde los haya, y su intención de recobrar la salud y el terreno perdido.
            La situación de España es un reto sólo asumible por un hombre experto y con grandes dotes: ahí lo queríamos ver después del morlaco lidiado el 23-F de 1981. Por eso la sorpresa ha sido mayúscula, tan mayúscula como el desafío que le deja a su hijo Felipe, para quien se acaban los ensayos y empieza la representación seria.
            Jamás sabremos, como suele ocurrir con los entresijos de la Historia, qué indujo al rey Juan Carlos, a principios de año, a tomar tan arriesgada decisión. Hay margen de sobra para las especulaciones, pero, sin entrar en ellas, lo menos que podemos decir es que abdicar en un momento de incertidumbre económica, territorial y política como el que vivimos, supone un auténtico órdago para su hijo y sucesor, y más aún sabiendo, como sin duda sabe, que palabras como “monarquía” hace tiempo que dejaron de inspirar respeto y adhesión en amplísimos sectores de una juventud española, obligada a abrirse paso en la vida a base de codazos, mientras ve cómo una minoría de privilegiados se reparten bulas, fueros y canonjías. Mala cosa es abrirle los ojos al pueblo y empeñarse en seguir encaramado en la silla gestatoria.
            Y lo peor no es eso, lo peor es que a los turiferarios de siempre les ha faltado tiempo para empezar a incensar al sucesor, Felipe VI de Borbón, lanzando loas sin fin sobre sus excelsas cualidades, su formación fuera de lo común, su exquisitez de maneras, sus capacidades rebosantes de garantías, llegando incluso a aseverar contundentemente, como hiciera Rajoy “que estará a la altura de las expectativas más exigentes”. Que por decir no quede.
            Uno que hace tiempo aprendió aquello de que un soldado jamás se va a la guerra de los treinta años, sino simplemente a la guerra, no puede por menos de poner en guardia a la ciudadanía de tanto tarabilla y tanto zalamero. La verdad, la amarga verdad, es que a lo que se enfrenta Felipe VI, por más que siga teniendo a su padre con toda su experiencia junto a él, es a una situación que sólo un milagro puede recomponer. La tarea es inmensa y los ojos críticos sobre él inexorables. El término “república” voltea sobre él como un alcaraván. Y son legión los que esperan sacar tajada de su aire apacible de monarca de salón.
            Un hombre, como afirmaba Sartre, es lo que digan sus obras, sus hechos, sus gestos e, insisto, hay tanto por hacer, desde impartir justicia, combatir la corrupción con mano firme, acabar con los privilegios,  las exenciones y los indultos a los poderosos, recobrar la ilusión, en especial, la de la juventud, combatir el hambre, la desdicha y la pobreza, y, sobre todo, recuperar la unidad perdida de España,  en suma rehacer el país, que más vale ser serios y poner los pies en la tierra desde el primer momento.


                              Juan Bravo Castillo. Domingo, 8 de junio de 2014 

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