DE PRIVILEGIOS, AFORADOS, INDULTOS Y DEMÁS EXCESOS
Me comenta mi alumno Manuari Moufat que
le asombran esas prisas locas por aforar al rey saliente. Manuari es tahitiano,
de Bora Bora, y se echa las manos a la cabeza cuando le digo que en España
andamos por los diez mil aforados. Estáis locos, o sois un país de
delincuentes. Yo trato de calmarlo, pero su reacción airada me da que pensar.
Qué pasa en este país donde hace
falta ser algo más que un ingenuo para creerse aquello de que todos somos
iguales ante la ley. Posiblemente eso fuera antes de Viriato, o antes de que al
astuto de turno se le ocurriera aquello que decía Jean-Jacques Rousseau de
acotar una tierra, proclamar que aquello era suyo y encontrar gente lo bastante
crédula para creérselo.
Mucho tiene que correr un númida
para pillar a un romano, y en ese aspecto los númidas somos el hatajo de
crédulos que asistimos con paciencia al constante desafuero en que se ha
convertido este país llamado España.
Si echamos un vistazo sobre nuestros
aforados, nuestros privilegiados de todo signo, el número de indultos y demás,
España es evidente que hace tiempo que perdió el tren de la Historia, el tren
de la modernidad, para seguir atrapada en la tela de araña del Medioevo. Un
país, insisto, con diez mil aforados –jueces, magistrados, fiscales, diputados,
presidentes y vicepresidentes nacionales y autonómicos–, con cuatrocientos
indultos concedidos al año, por lo general, por el Gobierno, y con decenas y
decenas de privilegios de toda índole, entre los que se cuentan los de
centenares de títulos de nobleza, no puede seguir siendo denominado tal. ¡Qué
poco nos ha servido tener de cabecera un libro tan sabio como el Quijote!
Franco al menos, con su sagacidad
gallega, distinguía de vez en cuando a los padres prolíficos o a los
trabajadores ejemplares. ¡Qué hermoso habría sido si don Juan Carlos de Borbón,
o don José Bono, pongamos por caso, se hubieran acordado un día de proponer la
consiguiente distinción a un grupo de “Santos Inocentes”, en el sentido
delibiano, de esos que viven toda su existencia ignorados y entregados a su
paciente quehacer, pastores, labradores, campesinos, servidores, criados, gente
humilde en una palabra, de esos a los que, como en la película Furtivos, el señorito, o político, de
turno cree cumplir dando una suave palmada en el hombro al servirle, a él y a
los amiguetes, la correspondiente gazpachada! Pero no. Los grandes de España
rara vez se acordaron de la carne de cañón, puede que ni siquiera fueran
capaces de verla.
Sí, somos un país de elegidos y notables, donde no nos
queda más remedio que ver cómo los hijos de don fulano ocupan los primeros
puestos del escalafón, mientras nuestros hijos, los hijos de los que
ingenuamente creímos aquello de la igualdad de oportunidades y de que nadie es
más que nadie, ven pasar los años aspirando a la nada y escuchando a diario el
sonsonete de Larra: “Vuelva usted mañana”.
¿Para cuándo veremos una España,
como Alemania o Reino Unido, convertida en un país de ciudadanos a pecho
descubierto sin privilegios ni prebendas ni “grandes de España”, donde el que
la haga la pague, salvo palabras mayores? Sí es posible que lleves razón,
querido Manuari. La inocencia que todavía impera en tu país te hace ver las
cosas con mirada limpia. Es posible que un día de éstos, pese a mi edad, me
embarque.
Juan Bravo
Castillo. Domingo, 29 de junio de 2014
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