LA DESPEDIDA
Las despedidas son tristes, algunas
desgarradoras. No había el pasado jueves más que mirar el semblante de Don Juan
Carlos, rey emérito, y no digamos los rostros de los componentes de la
selección nacional de fútbol, sometidos éstos a una despedida humillante, con
lo que volvemos a lo de siempre, y que, con Don Juan Carlos, se llevan consigo
lo que tanto lustre dio a España.
Pero dejemos a un lado a la “roja”,
de la que habrá tiempo de hablar, y vayamos al rey abdicado, con su rostro ya
abatido, con un final absolutamente impropio de ese gran monarca de nuestra
historia que tan brillantemente salvó a España de los estragos del 23-F, de
esas zahúrdas de Plutón en las que de nuevo unos cuantos militares mesiánicos
pretendían precipitar a los españoles.
Juan Carlos de Borbón acaba de poner
fin, y pese a unos comienzos más bien nada halagüeños –recordemos el remotete
de José Luis de Villalonga: Juan Carlos el Breve– en los que se vio obligado a
jurar los principios del Movimiento, luego de romper con los dictados de
Franco, en la España extinta que representaba su padre, a un reinado digno,
pese a la lamentable genética de sus ancestros.
Hizo un gran papel, sobre todo con
dos excelentes compañeros de viaje, Adolfo Suárez y Sabino Fernández Campos,
sirvió a su patria como el mejor en compañía de Felipe González y el primer
José María Aznar, pero poco a poco se dejó contagiar con la ola de vacas
gordas, rodeándose de turiferarios al uso, y olvidando que un trono, cual fuera
el caso de la reina Victoria de Inglaterra, se conquista día a día sin desmayo,
a base de esfuerzo y tesón, y, sobre todo, de ejemplo, y mano de hierro
envuelta en guante de seda, esa mismo que tanto le faltó para cortar a su
tiempo las alas a ese miserable Urdangarín que tanto daño hizo a la Monarquía,
para acabar viviendo plácidamente en su dorado exilio de Ginebra.
Ahora, como el de Timón de Atenas,
vemos su rostro triste y abatido, el rostro de un hombre que, si bien confía en
que ha dejado su trono en buenas manos, asiste con verdadera amargura y
decepción a la ceremonia de la traición que le han montado los Pujoles y ese
engendro de Artur Mas, por despecho, por ingratitud, aprovechando precisamente
esa democracia que él, jugándosela, trajo a nuestro país, y llevando a
Cataluña, una vez más, a un abismo sin retorno. Recordemos aquel histórico
“Tranquilo, Jordi, tranquilo” aquella noche de cuchillos largos. Roma no paga
traidores.
¡Qué patética la descomposición de
España en los últimos 12 años, con unos políticos sin sentido de Estado y un
rey Juan Carlos sin apenas atribuciones, viendo desmoronarse su obra, rota la
familia y castigado por el cúmulo de errores al que le llevó su propia sangre, malgré soi!
Cuando estas líneas vean la luz
veremos a un hombre ilustre jubilado que se lleva consigo el secreto, el
auténtico, el decisivo, de su verdadera abdicación en un momento trascendental
de la Historia de España. Y, para entonces, aún resonarán en nuestros oídos las
palabras, cortadas a hachazos, con las que Don Juan, su propio padre, eterno
aspirante al trono usurpado por Franco, le presentó su propia renuncia, con
aquel célebre “¡España! ¡Todo por España! ¡Viva España! ¡Viva el Rey!”.
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