EL PORVENIR DE NUESTROS ESTUDIANTES
Una
consulta a mis alumnos de Humanidades que, recién concluidos sus estudios de
grado o de licenciatura, dejan la Universidad para afrontar su más incierto que
cierto porvenir, no puede llegar a ser más explícita. Pese a su altruismo
habitual –la juventud, no lo olvidemos, es la edad de los ideales por
excelencia–, la preocupación principal, por no decir única, es su yo, el “qué
voy a hacer con mi vida”, envuelto en un aura de miedo. Atrás quedaron, para
ellos, los años en que las antiguas generaciones aspiraban a cambiar el mundo,
e incluso la vida, como Rimbaud y los surrealistas. Hace tiempo que los grandes
ideales empezaron a tambalearse, e incluso puede que a derrumbarse con las
Torres Gemelas.
Lo
que ha quedado es eso: el miedo. Lejos del nido mullido que formaban con sus
compañeros de clase y curso, lejos de su calor y amistad, del mutuo apoyo, lo
que resta es eso, el temor de verse solos, aislados, la soledad del corredor
del fondo, adónde ir, por dónde empezar, qué hacer, ¿seguir el camino trillado
de los demás? ¿Emprender algo novedoso? ¿Emprendedor de qué y cómo? ¿Qué me ha
enseñado la Universidad
aparte de casi nada? ¿Ha merecido la pena más allá del influjo positivo y el
ejemplo de algún profesor o de alguna materia? Son cuatro años de mi vida, ¿y
ahora qué?
Los
que empezamos esta aventura gloriosa de la Universidad de
Castilla-La Mancha solíamos jactarnos, e incluso sacar pecho, del gran tour de force que había supuesto erigir
sobre los terrenos yermos de las capitales de la región donde poco tiempo antes
se cultivaban maíz o patatas, una gran academia del saber, la Universidad. Y
nos jactábamos con la sana conciencia de que, de alguna manera, habíamos
contribuido a cambiar la historia de una comunidad esencialmente agraria, pobre,
un simple cruce de caminos dejado de la mano de
Dios.
Pero
¿qué ha ocurrido desde que salieron las primeras promociones, allá por 1993?.
¿Adónde la ilusión de antaño, la fe de antaño? ¡Qué poco se tuvo en cuenta las
advertencias de algunos sobre lo funesto que podría llegar a ser duplicar
escuelas y facultades –algunas tan terriblemente caras e innecesarias como la Facultad de Medicina de
Ciudad Real, que viene lastrando el presupuesto de nuestra Universidad–, en vez
de crear nuevas titulaciones más competitivas.
Hoy
nos damos cuenta, demasiado tarde sin duda, de cómo hemos saturado la región de
maestros, abogados, economistas, licenciados en historia, humanistas, e incluso
si me apuran, de enfermeros, médicos e informáticos, y no sabemos qué hacer con
ellos. En vano desde Facultades como la mía hemos tratado de abrir nuevas vías
luego del giro de Bolonia: estudios de ELE destinados a formar profesores de
Lengua española en el extranjero, aprovechando el fuerte tirón del español;
Filologías mixtas, tan necesarias en el mundo actual. En vano se ha denunciado la
desbocada proliferación de profesorado en las diversas Facultades de Derecho o
en la de Química, donde pronto habrá más profesores que alumnos. El silencio
siempre ha sido la respuesta. Nada extraño, pues, que las cosas estén donde están.
El problema es cómo hincarles el diente y a eso nadie se atreve; antes bien se
sigue aplicando la infame fórmula del laissez
faire, laissez passer. ¿Hasta cuándo?
Juan Bravo
Castillo. Domingo, 15 de junio de 2014
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