COMBATIR LA CORRUPCIÓN


            En muy estrecho margen de tiempo, España ha pasado de ser el país de la picaresca al país de la corrupción; hemos pasado, como el que dice, de robar manzanas a atracar bancos, ayuntamientos y poblaciones enteras. Los optimistas se empeñan en afirmar que la proliferación de los mecanismos de control ha permitido la afloración de grandes corruptelas que hasta hace muy poco era muy difícil o incluso prácticamente imposible sacarlas a la luz. Pero la realidad, la dura realidad, es que este país nuestro fue incapaz de digerir el estado de vacas gordas por el que pasamos antes de la crisis, y quien más quien menos fue presa de la ambición desmesurada y de las ansias locas de hacerse rico a costa de lo que fuera.
           Hubo una época no muy lejana en que la palabra “corrupción” nos remitía inmediatamente a países como Méjico o Colombia, donde, por un quítame esas pajas, aplicaban al viajero la “mordida”. Por lo que respecta a España. La verdad es que nunca creímos estar en una arcadia, pero lo cierto es que ni el ciudadano más receloso podía imaginar que llegara un momento en que personalidades tan relevantes como el presidente de la Patronal, señor Díaz Ferrán, el tesorero del Partido Popular, Bárcenas, sindicalistas señalados, políticos de alta consideración e incluso el propio yerno del rey, con todas sus prebendas, caerían de lleno en la corrupción, para vergüenza suya y de los encargados de velar por la limpieza moral del país.
     Hoy, una vez más, pagamos justos por pecadores, porque, reconozcámoslo, somos el hazmerreír de mundo luego de caer al puesto 40 de los 177 territorios analizados, a la altura de países como Gambia, Malí, Guinea o Libia, y situándonos, como no podía ser menos, en la cola de la Unión Europea. El ciudadano español, que tanto tuvo que penar en los años sesenta y setenta del pasado siglo por recobrar su dignidad en Europa, hoy ve cómo de nuevo es mirado con recelo y desconfianza, como perteneciente a un país tercermundista.
      Exigimos no sólo poner todos los medios del Estado para sacar a flote tanto légamo y “chapapote” que ha inundado la sociedad española, situándola a niveles indignos de una sociedad moderna, sino también, y eso es lo esencial, que los imputados reciban un castigo ejemplar y ejemplarizante, como modo de advertir que aquí, de verdad, no con la boca pequeña con que lo decía el rey, nadie, absolutamente nadie, está por encima de la ley. Y es que parece inadmisible que entre tantos millares de corruptos que han emporcado el panorama de la sociedad española en los últimos años, no más de media docena estén entre rejas, en tanto que la inmensa mayoría –como es el caso de Jaume Matas, Fabra, los responsables de la Gürtel, los Ruiz Mateos, Urdangarín y sus compinches y tantos y tantos– campen por sus respetos gracias a la habilidad de sus abogados y las facilidades de un sistema algo más que garantista, en especial cuando hay dinero y poder de por medio.
       Parece asimismo inaudito que en tanto que el ciudadano medio siente irremisiblemente el rigor de la ley sobre su persona en cuanto comete la más mínima infracción, o el menor delito, los grandes defraudadores y corruptos se paseen por las calles a su antojo. Y lo peor es que, pese a ser la corrupción, hoy por hoy, el segundo motivo de preocupación de los españoles, por detrás del paro, lo que es evidente es que no hay voluntad preclara de combatirla, tal y como vemos en declaraciones de altos dirigentes políticos de los partidos en el poder, que a lo sumo, hablan de una necesaria reacción frente a la amenaza de la corrupción o a la necesidad de tomar medidas para que la preocupación por esta lacra se vaya deshinchando. Pura retórica sin más, como vemos.

                                         Juan Bravo Castillo, domingo 8 de diciembre de 2013   




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