LLAMADA A LA ESPERANZA


 

            ¿Responderá el recién elegido papa Francisco a las ansias de cambio y renovación de la gran mayoría de católicos, en especial de quienes ven cómo el inmenso y silencioso trabajo de curas y monjas del mundo entero a menudo queda ensombrecido por los turbios manejos de los altos dignatarios del Vaticano?
            ¿Será el papa Francisco la sorpresa que nos tenía reservada el Espíritu Santo a todos cuantos vivimos con renovadas esperanzas el mensaje del Concilio Vaticano, para retomar lo que quedó a medio tras la muerte de Pablo VI? En una palabra, ¿será el recién elegido papa Francisco el que, por fin, venga a sacar a la Iglesia de su enrocamiento y renueve el mensaje evangélico de Cristo?
            Son muchas las preguntas que, con todo derecho, podemos hacernos, pero qué duda cabe que la espita de la esperanza, en sólo unas cuantas horas –como muy bien me ha explicado mi amigo Victoriano Navarro–  se ha avivado de una manera inaudita. Han bastado unos cuantos gestos naturales del nuevo Papa para que algo en nuestro interior nos diga que estamos ante un hombre con carisma, un auténtico cristiano, una persona sencilla y buena, acostumbrado a vivir el mensaje evangélico a la vieja usanza, entre los pobres y los humildes, entre el pueblo sencillo y sin dobleces, ese mismo al que se dirigía Jesucristo y que es el receptor fundamental de su mensaje.
            Siempre he pensado, y a los hechos me remito, que “cuanto más alto, más solo y más necio”, tal es la tónica imperante en todos los ámbitos de la sociedad. Basta que alguien salga elegido de algo importante, para que inmediatamente se autoentronice y se olvide de quienes lo pusieron ahí. ¡Qué decepciones produce el ser humano! ¡Qué frágil su naturaleza! 
            Por una vez, sin embargo, adivinamos que estamos ante un ser esencialmente distinto. La trayectoria del jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio, hoy ya Papa Francisco, así nos de lo demuestra. Como aquel célebre, entre nosotros, padre Rodríguez, también jesuita, siempre ligero de equipaje porque todo lo que tenía se lo entregaba a los pobres y desasistidos, el papa Francisco, algo nos lo dice, viene dispuesto a darlo todo por la Iglesia. Su imagen hierática, humilde, sin la mantelina de raso roja que luciera su antecesor en su primera aparición como papa, el 19 de abril de 2005, sin gestos ni aspavientos, en el gran balcón del Vaticano, ante los miles de fieles, podría parecer estudiada, pero todos sabemos que no. 
            Es posible que en ese momento estuviera todavía asimilando el tremendo peso que sus compañeros cardenales habían echado sobre sus hombros e incluso que estuviera suplicando a Cristo que alejara de él ese cáliz, como hiciera ocho años antes cuando, humildemente, se apartó para que el alemán Ratzinger –ahora lo hemos sabido – fuera nombrado Benedicto XVI. Él, que ya se veía como un cardenal jubilado y sin las lógicas responsabilidades de su cargo de arzobispo de Buenos Aires, de repente quedaba obligado a asumir la enorme carga de una Iglesia en franca decadencia.
            El reto es considerable: reformar y domeñar la curia, organizar los dicasterios para hacerlos más eficaces, limpiar la podredumbre puesta el descubierto por el caso Vatileaks, impulsar el diálogo con el Islam, afrontar de una manera valiente el papel de la mujer en la Iglesia y la postura oficial ante la bioética. Una inmensa tarea que únicamente puede afrontar quien esté plenamente convencido del viejo dicho evangélico de que “la fe mueve montañas”. Y podemos estar seguros de que Bergoglio es de ésos.     
                                   Juan Bravo Castillo. Domingo, 17 de marzo de 2013
    

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