LA ENCRUCIJADA DE ESPAÑA



            La sensación generalizada de que hemos caído en una trampa es ya un hecho fehaciente entre amplísimos sectores de la población española. Incluso los europeístas convencidos de antaño, entre los que me cuento, dudan con razón, viéndonos ya definitivamente en manos de Angela Merkel y el puritanismo protestante de raíz burguesa, que lo único que sabe decir es “Paga, paga y paga”.
            Apoyándose en nuestros endémicos defectos estructurales y nuestro modo de ser de estirpe católica, Alemania y sus satélites nos han cazado de lleno, dejando al descubierto la amarga verdad: esa Europa soñada no es sino un clan de mercaderes, oliendo a perfume caro, con un ama de casa superpoderosa y empeñada en que le salgan las cuentas.
            Sueños rotos, al fin y al cabo. ¿Cómo no acordarnos, viendo la encrucijada en que nos debatimos, de aquel chamarilero llamado Lheureux en Madame Bovary, que durante años satisface las ansias de lujo de Emma diciéndole que no se preocupara por pagar, hasta que un día se presenta con todas las facturas exigiéndole pronto pago?
            Cuando hace ya unos años, unos yuppies nórdicos cuyos padres en su día dejaron pasar sin ofrecer la menor resistencia a las tropas nazis esperando que vinieran a salvarlos, se aprovecharon del Plan Marshall y jamás tuvieron que hacer frente al terrible problema humano de la inmigración, empezaron a utilizar el vil epíteto de pigs para aludir a los países del sur, callamos cobardemente –en vez de aplicarles a nuestra vez el de salauds– y en vez de hacer piña, dimos en mirarnos con desconfianza: Francia, Italia, España, Portugal, Grecia, etc., nuestro destino estaba echado.
            Hoy, con una prima de riesgo brutal –salvo Francia– que nos obliga ya descaradamente a trabajar para los especuladores, en tanto que vemos cómo Alemania se enriquece financiándose a coste cero, algo nos dice que estamos atrapados, que no hay salida, que nuestro único horizonte es la asfixia. Un Estado que tiene que gastarse la mitad de lo recaudado en pagar lo que debe, ni soñar puede en destinar fondos a combatir el paro, a incentivar el empleo, a sacar del pozo mura a su juventud, o a mirar con un mínimo de optimismos el futuro de sus jubilados.
            Alemania y sus satélites turiferarios –Holanda y Finlandia– se han constituido en nuestros amos y señores –quién lo iba a decir–, generando un statu quo en el que, a la menor sacudida, al menor estornudo, se ponen en conmoción hasta nuestros cimientos, como se está viendo con la crisis chipriota. Nada nos favorece. Todo nos perjudica. Con un Banco Central que, en vez de proteger a los Estados débiles de estas sacudidas, permanece al servicio de doña Merkel, incapaz de un mínimo de solidaridad y grandeza, como lo fueran sus ancestros Adenauer, Brandt, Kohl, etc. La Europa soñada es la Europa de los ahorradores alemanes y holandeses, que hacen su agosto, indiferentes a los sufrimientos de millones de parados del sur.
            Ahora, por fin, entendemos la sabia política del Reino Unido y, en menor medida, de Suecia y Dinamarca, y entendemos por qué se anuncia en Gran Bretaña un referéndum para salir de la Unión Europea.
            Sólo uniéndonos con Francia, Reino Unido e Italia, formando una piña, podremos parar los pies a Alemania e impedir que Europa se desmiembre. De no hacerlo, y eso lo sabe bien Rajoy, más vale dejar a un lado toda esperanza.
            Somos ya más del 60% de españoles los que nos declaramos antieuropeos, y no porque lo seamos stricto sensu, sino porque el esperpento en que se ha convertido la vieja Europa es algo inaceptable e inasumible. Un sálvese quien pueda, como es posible que ocurra antes de fin de año. Véase, si no, el caso de Chipre: una vez más se nos pone entre la espada y la pared.

                   Juan Bravo Castillo. Domingo, 24 de marzo de 2013

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