LIGERO DE EQUIPAJE




            Concluye la cuesta de febrero con una espectacular nevada en Albacete que parece rendir pleitesía a la nívea túnica de Benedicto XVI alejándose, ligero de equipaje, en un helicóptero hacia Castelgandolfo, después de poner punto y final a su Pontificado y dejando la Iglesia ante un futuro incierto y, por qué no, también esperanzado, aunque no le arriendo la ganancia al Papa que salga elegido en el próximo cónclave.
            Y es que si por algo se caracteriza el momento que vivimos en el mundo es por la extraordinaria convulsión en que nos hallamos envueltos. Nada extraño, pues, que en su despedida, el pasado miércoles, de los fieles en su última audiencia pública en la plaza de San Pedro, el ya Papa emérito, en uno de sus típicos arranques de sinceridad, confesara que “Hubo días en que las aguas bajaban agitadas, el viento soplaba en contra y Dios parecía dormido”, frase altamente simbólica de un hombre que durante toda su vida se debatió entre la razón y la fe.
            Siempre mantuve que la fe es un auténtico lujo en el mundo en que vivimos por aquello, sobre todo, que decía Ionesco, de “cuanto más lúcido, más desesperado”. La fe, tal y como está estructurado el mundo, necesariamente hay que buscarla, no en las cumbres ni en los lugares elevados, en los palacios, aunque sean arzobispales, y bajo las purpúreas sotanas, sino en los lugares más insospechados: en las modestas parroquias, en las casas de las gentes humildes, entre los modestos y los limpios de corazón. Ahí, y sólo ahí, como en el cuento, habría que buscar al sucesor del papa Benedicto XVI, arrancarlo a la fuerza, porque seguro que no aceptaría, y entronizarlo en la silla de San Pedro, aunque no fuera políglota, aunque su formación teológica fuera la de un simple clérigo. Su corazón y su fe suplirían todas sus carencias.
            Por desgracia, esa circunstancia resulta impensable en una Iglesia fuertemente jerarquizada, estructurada, anquilosada y dividida –no adelanto nada nuevo aplicando el último epíteto, reconocido por el propio Benedicto XVI–, con unas cuantas decenas de cardenales, muy entrados en edad en su mayoría, y muy alejados, también en su mayoría, de la auténtica problemática del pueblo que sufre y padece, de la Iglesia de los pobres, esos mismos para quienes Jesucristo vino al mundo. 
            También ha llamado mucho la atención, en ese rosario de declaraciones de Benedicto XVI durante los últimos días desde que el día 11 anunciara su sorprendente renuncia al Papado, que rezaran por él y por su sucesor. ¿Acaso en ese momento, en su corazón, Dios permanecía una vez más dormido? De cualquier modo, en lo que confiamos, por encima de todo, es que él, desde su retiro monástico, en esa última etapa de su peregrinaje por la tierra, ore por todos nosotros y también porque su digno sucesor aborde con verdadera decisión la serie de cuestiones pendientes de una Iglesia por modernizar. Hoy más que nunca el hombre, cansado de tanta mentira y de tanta manipulación, necesita retornar a la espiritualidad, confiar en algo más que en la materia, salir de su ensimismamiento borreguil y volver a la casa del Padre.
            Lo demás, la parafernalia a la que se nos tiene acostumbrados desde la alta curia vaticana, más propia de los tiempo de Maquiavelo que de los tiempos que corren, necesariamente ha de quedar superado, cosa, desde luego, nada fácil, y si no, ahí tienen a las dos docenas de cardenales italianos con mando en plaza, dispuestos a que todo siga atado y bien atado, pese a los buenos designios del Espíritu Santo, en quien, a pesar de todo, seguimos confiando.

                                            Juan Bravo Castillo. Domingo, 3 de marzo de 2013

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