LA MUERTE DE UN PATRIARCA

 
 

            Tenía que ocurrir y ocurrió: murió Hugo Chávez, el toro de Sabaneta, el hombre que desafió a medio mundo y quiso ser el descendiente directo de Bolívar, y hasta puede que con su muerte lo consiga. Morir a los 58 años, una auténtica fuerza de la naturaleza como él era, da que pensar sobre los inescrutables designios del Altísimo, pero también imprime, y de qué modo, carácter. Morir, relativamente joven, como ha muerto Chávez es un timbre de gloria para pasar directamente al plano del heroísmo y del mito. Y a fe, que, entre sus millones de fervorosos partidarios, ya lo es.
            Sudamérica necesita mitos, fabricados o no, como los tienen los Estados Unidos, hechos a menudo a base de celuloide, como el gran Abraham Lincoln y los padres fundadores. Venezuela –la pequeña Venecia–, como el resto de los países iberoamericanos, se pasaron la vida reclamando su identidad, tratando de librarse de la peor herencia hispana, el sistema caciquil, pendientes siempre de la llegada del redentor o caudillo salvador, acomplejados por el gigante del norte, por su mentalidad pragmática y protestante, en tanto que ellos seguían esclavos de un sistema básicamente injusto, donde una minoría de potentados vivían a costa de una inmensa mayoría de pobres.
            Y en eso llegó Hugo Chávez Frías, un hombre de una inimaginable potencia, nacido en el seno de una familia pobre de Sabaneta, en el estado de Bárinas, que durante años buscó su camino, que, como Adolf  Hitler, curiosamente, aspiró a ser pintor, y después jugador profesional de béisbol en las ligas profesionales de Estados Unidos, hasta que acabó recalando en el ejército venezolano y, como no podía ser de otro modo, se hizo golpista en 1992, con sólo 38 años, un golpe de Estado contra el presidente Carlos Andrés Pérez, que, aunque fracasó –no se puede triunfar a la primera, que se lo digan a Hitler–, le ayudó a lanzar su carrera política. Su breve discurso mientras era trasladado a una prisión lejana conmocionó a muchos venezolanos y le impulsó después a la presidencia como un líder populista –otro más, aunque con connotaciones especialísimas–. De repente Hugo Chávez se encontró con su formidable carisma que le permitía conectar emocionalmente con los humildes, los desheredados, los que estaba hastiados de tanto cacique corrupto.
            Como Hitler, salvando las diferencias desde luego, aprovechó el perdón obtenido para iniciar su carrera política: lo que no había obtenido por la fuerza, lo obtendría por la astucia, y así, tras vencer en las elecciones de 1998, asumía la presidencia de Venezuela a principios de 1999. Era el principio de una carrera imparable que, sin embargo, estuvo a punto de acabar en 2002 por culpa de un nuevo golpe de Estado contra él organizado por militares disidentes, que lo arrestaron y lo enviaron a una base militar en una isla del Caribe. Pero, para entonces, su destino ya estaba sellado. Dos días después, oficiales leales y las protestas de sus partidarios le devolvieron al poder. Chávez aprendió la lección y señaló al mundo a los Estados Unidos como instigadores del golpe. 
            Así empezó su revolución bolivariana, basada en la poderosísima arma del petróleo –sin ella poco habría habido que hacer– cuyo precio se multiplicaba sin cesar. Siguiendo, en parte, el modelo cubano, su objetivo primordial fue la educación y la sanidad. Sacó al pueblo del marasmo de la pobreza, pero su errática política internacional, junto con la enajenación de las clases poderosas, lo fueron aislando. Él, con todo, creía en su estrella, se creía un elegido al que nadie, ni siquiera el rey de España, logró callar. Pero estaba la muerte aguardándolo en forma de cáncer: dos años de enfermedad bastaron para hacer de esta fuerza de la naturaleza un toro de barro. Descanse en paz Hugo Chávez.

                                    Juan Bravo Castillo. Domingo, 10 de marzo de 2013

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