VÉRTIGO


            Hace exactamente once días salía a la luz una noticia, una más de esas que te ponen los pelos como escarpias durante unas horas, hasta que acabas digiriéndolas, porque tal es la ley del sensacionalismo. La noticia, verdaderamente sobrecogedora, decía que la víspera, en Madrid, una niña de diez meses había sido encontrada muerta en el coche de su padre, que la había dejado allí olvidada, en vez de llevarla a la guardería, como era su obligación. ¡Se había olvidado de su propia hija! La noticia fue rebotando, de medio en medio, produciendo escalofríos en el personal, sirviendo de motivo de conversación en los mentideros: “Hay que ver a lo que estamos llegando”. Pero sin ir mucho más allá, porque sabemos de sobra que pronto tendremos, fresquita, otra todavía más brutal.
            Como es natural, el padre fue detenido, puesto a disposición del juez, que al cabo de unas horas lo dejó en libertad con cargos. Imaginamos sus palabras; imaginamos la reprimenda del juez; imaginamos… Bueno, por imaginar podríamos imaginar la escena con la madre –si es que había madre por medio–, o incluso la pesadilla de aquel hombre por la noche, después de que a la bebé le practicaran la preceptiva autopsia y le dieran cristiana sepultura. Y digo imaginamos, porque las noticias siempre se quedan en eso, en pura noticia, en caparazón. Otra cosa bien distinta es el meollo, pero ahí rara vez llegamos, porque rara vez nos lo sirven.
            Pero, sinceramente, creo que merece la pena detenernos, aunque sólo sea unos minutos sobre este pequeño drama o tragedia, como queramos llamarlo. Podemos muy bien pensar que estamos ante un “sonado” irresponsable capaz de llevar a cabo esta atrocidad involuntaria. Podría ser incluso un ser despistado hasta semejantes extremos. Pero, ¿por qué no pensar, como es lo más probable, que estamos ante una pobre víctima del trabajo a destajo, al que, para colmo, nada más salir de casa, recibió una llamada de la empresa, en el maldito móvil, que lo desquició? Un ser víctima del stress, de los que hay a millares, que salen de su casa y son como robots que van, vienen, producen, producen, producen, como hormigas laboriosas, pendientes un día y otro de sus estadísticas, de sus niveles de producción, de su rendimiento, acosados por arriba y por abajo, individuos que cobran en función de lo que rinden, y a los que cada año se les exige más y más, y que se ven obligados a estirar más y más la cuerda, so pena de caer en su estatus o incluso de ser despedidos de la empresa. Gentes que viven todo el santo día pendientes del móvil, de la tecla, del pedido, de las exigencias de un jefe insaciable.
            Podemos creerlo, nada ni nadie nos lo impide. Hace años escribí una novela titulada “Naufragio en el tiempo”, en la que una persona que vendía seguros, siempre pendiente de la estadística y de los números, siente un día que la vista se le cuartea, se le resquebraja; aparentemente no tiene nada, pero la realidad es que a sus retinas llega una imagen cada vez más hecha añicos. Todo se le viene abajo: su vida de lujo, sus placeres, sus amantes, ese mundo que pretendía devorar a dentelladas, hasta terminar en una clínica donde un médico especialista le aconseja que escriba sus memorias buscando el nódulo a partir del cual todo empezó a cambiar, como la piedrecita que salta al parabrisas del coche y lo rompe. En aquella novela sugería algo que necesariamente ha de hacerse realidad de seguir las cosas al ritmo que van: a nuevas formas de vida, nuevas enfermedades. De momento lo llamamos stress, pero cuántas fallas se ocultan tras ese término. Porque, ¿qué podemos decir de una sociedad que te exprime como un limón, saca con sacacorchos lo mejor que tienes, y luego te tira como una colilla? Mi personaje, como este ciudadano madrileño, no sólo se hubiera dejado olvidada a su hijita en el coche, sino a sí mismo como “Bartleby el escribiente”.

                                    Juan Bravo Castillo. Domingo, 14 de octubre de 2018    

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