EL DEMONIO DE LAS ARMAS

 

            El gesto ingenuo de Margarita Robles proponiendo congelar un pedido de cuatrocientas bombas de precisión a Arabia Saudí, firmado por los anteriores titulares del ministerio de Defensa, y que al final quedó en agua de borrajas ante las posibles represalias de la gran satrapía del Golfo Pérsico, en especial la supresión de las cinco corbetas que encargaron a España y que suponen dar vida a San Fernando, puso de manifiesto la enorme iniquidad que se esconde en todo lo referente a la venta de armas en el mundo actual.
            Resultó altamente patético oír al bueno de Borrel, y no digamos a la portavoz del Gobierno explicando a los medios, como si de niños pequeños se tratara, que “esas bombas eran tan precisas que no había por qué temer que los que las iban a utilizar en el Yemen, o dondequiera que fuera, se equivocaran y terminaran matando niños”. Para reír, si el tema no hubiera sido para llorar. Todo lo referente a la venta de armas huele a la legua a hipocresía, esa misma que campa por sus respetos en el mundo desde la Segunda Guerra Mundial. Asimilamos perfectamente la lección: basta ya de exterminarnos entre nosotros, naciones civilizadas, que llevamos siglos matándonos a ultranza, para nada. Pero, claro, la industria armamentística, poderosísima, tenía que seguir produciendo y produciendo para seguir generando mano de obra y pingues beneficios a los de siempre. ¿Qué hacer, pues? Pues eso, bien fácil, vendérselas a los demás para que ellos se maten y nosotros sigamos cobrando. Maquiavelo al poder una vez más. Generar guerras y conflictos, uno tras otro, para seguir generando consumo.
            Por supuesto hay unos límites: las armas químicas y, por supuesto, las atómicas, que sólo las pueden tener unos cuantos, como si las otras no mataran al por mayor de igual manera. Si hay Dios, qué harto debe estar del género que se autoproclama humano, aunque cada vez tiene menos de eso. La historia de la humanidad es la historia de una escalada armamentística que se ha acelerado en los últimos ciento cincuenta años hasta límites insospechados, hasta el punto de que podemos decir sin temor a equivocarnos que estamos atrapados actualmente en una enorme red que hemos fabricado nosotros mismos y que nos impide vivir en paz. Un buen ejemplo lo tenemos en los Estados Unidos de América, el gendarme del mundo, que asomaron sus hocicos en Europa en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial inclinando el conflicto del lado aliado, con un presidente Wilson dispuesto a poner orden en esta Europa del caos. Por desgracia, este hombre de buena voluntad murió de la mal llamada gripe española. Lo que vino después es de sobra conocido. Cuando después de Pearl Harbour volvieron, su intención declarada era no asolar ciudades y evitar matanzas con sus bombarderos, y al final, las pobres mujeres alemanas en su huida alocada decían que preferían tener a un soldado ruso dentro (es decir, ser violadas), que tener encima a los aviones norteamericanos, que, dejando atrás toda clase de escrúpulos, devastaron Alemania y después Japón. Lo importante es el fin, no los medios. Con la llegada al poder del títere Truman se abrió la puerta del holocausto más grande de la Historia, holocausto que no tiene fin y que habría hecho llorar a los Padres Fundadores, esos mismos que llegaron un día a las costas americanas dispuestas a fundar un reino de Dios en la tierra. 
            De seguir las cosas como van en el mundo, o sea de mal en peor, queda muy, pero que muy lejos el ansiado “adiós a las armas”, que decía Hemingway. Armas, horror e hipocresía van ya inexorablemente unidas, y más cuando vemos a un niño con un kalashnikov, sintiéndose Dios a su manera. Claro que, bien visto, si lo gastado en armamento se hiciera en investigación médica, al final la población humana se multiplicaría por diez en muy pocos años. A lo peor, la razón la llevan ellos. 

                   Juan Bravo Castillo. Domingo, 23 de septiembre de 2018    
               


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