POSFACIO A UN LARGO SILENCIO DE JOSÉ MANUEL MARTÍNEZ CANO


                                                            EPIFANÍAS


            Prosista, articulista y ensayista, José Manuel Martínez Cano, bien lo sabíamos sus íntimos, fue y se sintió siempre poeta vocacional; su poesía, fijada desde sus primeros poemas de juventud, era una poesía personal, impregnada de elementos conceptuales y culturalistas, poesía de experiencia, en suma.

            Desde que iniciamos nuestra aventura de Barcarola, fuimos muchos los amigos que lo animamos en reiteradas ocasiones a reunir sus poemas dispersos y a dar a luz el libro que, en cierto modo, nos debía. Pero él, una y otra vez eludió el compromiso con mil excusas de toda índole. En realidad no era, en modo alguno, pereza, como más de uno dio en pensar, sino que no sentía necesidad de publicar ni sentía llegado su momento.

            Por fin, cuando empezó a vislumbrar las últimas vueltas del camino, que decía Baroja, algo en él empezó a bullir y, como Stéphane Mallarmé, o como Paul Valéry, oyó el dictado de su conciencia, que más de una vez le había instado a romper el tabú, y, de modo parecido a Baudelaire, inició la recogida de los frutos que había ido sembrando durante años: poemas sueltos, publicados unos, inéditos otros, portadores todos ellos de su personal impronta.

            Pese a todo, seguimos sin creerlo del todo hasta ver el libro acabado, e incluso entonces, temimos que un último instante de flaqueza –la eterna duda unamuniana– o de exceso de exigencia, nos dejara sin el fruto esperado. Hasta que por fin, antes de que tuviéramos que arrancárselo del escritorio, como le ocurriera a Valéry con su Cementerio marino, él mismo, un día de primavera, nos mostró el manuscrito de Un largo silencio, con el irónico epígrafe de Miguel de Cervantes, “Tuve otras cosas en que ocuparme”, a modo de excusa, cuando todos sabíamos bien que esas cosas a las que alude, fueron pura y simplemente su particular modo de vivir, quehacer nunca fácil para quienes la sensibilidad sobrepasa la del común de los mortales.

            Tuvo José Manuel, entonces, la deferencia de encomendarme este posfacio que, una vez leído el poemario, no dudé en titular “Epifanías” en el sentido joyceano, tan entrañable para el autor, al constatar que Un largo silencio es un archipiélago de instantes claves en su vida en que algo le decía que trascendían su propio existir, por más que no fuesen en modo alguno trascendentales en apariencia; instantes mágicos como ventanas abiertas al cielo a  cuyo través la realidad se torna prodigio y algo muy dentro de ti te dice que el milagro puede ser aún posible. Momentos mágicos.  

            Sorprendentemente advertí que todo José Manuel estaba incluido en aquella autobiografía poética, sin que faltara prácticamente nada. Estaba allí su infancia, íntimamente imbricada con las nieves de antaño a las que alude Villon –“Tal vez en esa infancia que tuve alguna vez / la nieve se repite en la fotografía de los domingos / mustios y monótonos, en la arboleda de juegos y de huidas / donde el reloj de la vida araba y decapitaba las horas / por venir, como si no hubiese futuro para aquellas criaturas / de ojos melancólicos que garabateaban sus juguetes / en el suelo” –; infancia irremediablemente perdida, aunque oculta como un tesoro –“Los sueños que dejé, hoy / borrados de la infancia, / son ceniza: una silenciosa / cuenta atrás, que el extenuante / trayecto que es la vida detenida / tilda y llama a eso autobiografía”–. Y, cómo no, su juventud, también consumida, en la que tantos sueños fraguó –“Mas de vez / en cuando, percibo / el veloz aliento de los años / que desbordan el vaso / de una juventud tan pasajera /como eterna y resignada” /.

            Por doquier una constante nota de tristeza, cuando no de desesperanza o de decepción, como aquellos románticos presa del mal du siècle –“Viajo en el palabras / hacia el caos y vuelvo a los incendios / e hipermercados, grandes superficies / donde venden la nada envuelta en celofán. / Qué siniestro es el mundo con sus guerras / y sus miedos, qué adulterados /resultan los poetas sin alcohol / y sin metáforas” /. Una decepción que se extiende no sólo a las cosas, sino también a la vida humana, como los botes que reman contra corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado a los que alude Scott Fitzgerald al final de Gatsby el magnifico –“Hoy somos hombres referencia / para la estadística y el calendario, / algo así como cifras y guarismos / de este informe apresurado que es la vida” /

            Queda, eso sí, “el mar y sus virtudes”, tan íntimamente asociado al amor, eterno asidero del poeta –“No sé por qué todo sobre el amor lo asocio al mar / y te lo cuento desde la lejanía que me impone / la literatura de tus ojos oceánicos ensanchándose / en este litoral de obligado reposo” –; el mar cuya resaca arrastra a la deriva sus palabras; palabras a las que se aferra desde muy pronto como bote salvavidas –“Todo es olvido y todo es memoria en el río de Heráclito, / y si tengo que recordar recurro a la palabra / y ella me inventa a mí, ahora, en este papel, / en un interior con figuras tan ficticias como sombras /.

            Con la palabra se inicia la vida. Antes todo era vacío como una gran incógnita eternamente hueca – “Entonces no sabíamos / el lugar donde se citan / el dolor con el deseo, / no nos atrevíamos a pronosticar / futuro alguno” /. La vida es una continua ascesis. “Sólo vive eternamente, como apunta Ludwig Wittgenstein en ese hermoso epígrafe que acompaña al poema Presente, el que vive en el presente”. Vivir como Vallejo en la ciudad de la luz – “Y me gusta vivir a su manera, / enormemente, paseando París / y sus cafés, cortejando con gestos de cinismo / a la muerte zalamera, que aguarda centinela / mientras consagro la vida a mis dilemas” /.  Mas, nada como “la bella costumbre de vivir entre metáforas y desordenadas tristezas”, el hábito del verso.
                                               
            Poesía que, como vemos, da testimonio de una vida compleja, contradictoria, llena de amores y desdenes, siempre en compañía de sus grandes amigos del alma, literatos, músicos y pintores, como tan bien se pone de manifiesto en los nombres que figuran bajo los epígrafes que acompañan cada poema –Lou Reed, Charlie Parker, Wittgenstein, Vallejo, Bolaño, Gil de Biedma, Borges, Félix Grande, Valente, Caballero Bonald, Luis Alberto de Cuenca, etc.–; figuras emblemáticas de su existencia con las que establece continuas referencias (todo el libro está plagado de mensajes subliminares, entreverados, crípticos en íntima conexión con estos nombres que fueron como faros que guiaron su eterno deambular).

            La vida de José Manuel fue siempre pura y simple literatura, su única religión y casi exclusiva creencia, su única salvación, la salvación por el arte, le salut par l´art, como lo fue para el viejo Sartre o para su admirado Marcel Proust. Todo el libro está impregnado de reminiscencias de nuestros viajes por la nación gala en pos de nuestros idolatrados Stendhal, Sartre, Proust o los americanos de la Generación Perdida, tan omnipresente en el Barrio Latino. De aquellos viajes “quedan largos paseos y museos y cafés / librerías de viejo y la cita obituaria en Père Lachaise / un cúmulo de frisos y bulevares / que retoman su morada seducida por las dalias y la absenta”. / Particular emoción, al menos para mí, entraña el inicio del poema En la tumba de Proust –“He vuelto a recordar aquellos días de agosto / que hoy me miran de frente / como si fuesen largos túneles de la muerte! / –, en el que el recuerdo indeleble y el hondo silencio frente a la jaspeada lápida del autor de El tiempo perdido, adornada únicamente con un ramillete de crisantemos rojos, se pierde en la niebla del recuerdo como una revelación.

            Afrancesado como Carlos Barral y como tantos componentes de nuestra generación, José Manuel bebió de los existencialistas, y en su perenne anhelo de hallar una verdad a la que aferrarse, como Sartre, devoró decenas de páginas diarias, en busca de algo sólido que le proporcionara una razón a su existir, hasta reconocer al final la eterna paradoja de la que, sin duda, nació este libro: “Soy un largo silencio, olmo varado / a los glaciares palabras que brotan / de mis labios, escritura que en su vano reflejo / aleja –Goethe– lo cercano, la cambiante / luz del día y la sombra de la noche, que me absuelven”.


                                                                              Juan Bravo Castillo

                                                                                  Abril de 2017    

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