EL POLVORÍN SIRIO
Hay motivos, hoy más que nunca, para
pensar que el mundo está enloqueciendo. Sí. El ataque químico perpetrado el
pasado martes en Jan Shinjún, en el norte de Siria, y que acabó con cerca de un
centenar de víctimas, más de la mitad niños y mujeres, es una muestra de
desquiciamiento al que asistimos. Gasear a su propio pueblo es el último grado
de la infamia al que se puede llegar, y eso es lo que, al parecer, acaba de
hacer ese personaje con “cara inocente” que es Bachar al Asad, un hombre que,
como Hitler, Sadam Husein y tantos otros, algunos no muy lejanos, no dudan en
dejar que el mundo a su alrededor se hunda, con tal de salvarse ellos. Es lo
que hacen los tiranos imbuidos de su misión redentora.
La guerra de Siria, como la de
Vietnam o la de Iraq, ha alcanzado tales cotas de crueldad, que se hace difícil imaginar hasta
dónde pueden llegar la degeneración humana y el horror. Hace tiempo que las
últimas barreras en materia de decencia se desmoronaron, y se puede decir que
nada ni nadie queda a salvo de la vorágine, ni siquiera la vida de los niños,
de las mujeres embarazadas o de los ancianos. Lo que empezó a practicarse en la
guerra de trincheras en la Primera Guerra Mundial, la guerra química, hoy día
los sátrapas y tiranos de Oriente Medio no dudan en llevarlo a cabo con los
indefensos civiles.
Hace tiempo que la humanidad creyó
tocar fondo en la crueldad bélica, pero es evidente que, desde la salvajada de
las Torres Gemelas, la barbarie retorna a un medioevo en el que centenares de vidas
inocentes aparecen a diario cercenadas en flor. La imagen de esos niños
retorciéndose bajo los efectos del gas sarín, echando espuma por la boca,
temblando con los espasmos de la muerte, tardarán años en borrarse de nuestra
memoria, como siguen sin borrarse la de esos niños sirios ahogados junto a las
playas.
Insisto, el horror se está adueñando
de nuestras vidas, y la impotencia, convertida en rabia, hace estragos entre
los ciudadanos de bien. Y lo terrible es que, por culpa del veto de Rusia,
aliado de Al Asad, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ha sido
incapaz de condenar tan macabra acción, poniéndose así una vez más en evidencia
que tan honorable institución, nacida ya enferma, agoniza impotente, como la
antigua Sociedad de Naciones.
El veto ruso, sin embargo, no ha
sido obstáculo para que Donald Trump, deseoso de enseñar los dientes, la haya
emprendido con 59 misiles tomahawks, en una operación relámpago, desde dos
navíos con base en Rota, acabando así su idilio con Putin, e iniciando una
nueva escalada de tensión internacional, con palabras, eso sí, desbordantes de
humanidad, en un tipo sin ninguna credibilidad.
Pero no pongamos únicamente el
acento en este peligro para el mundo que es Donald Trump y su administración;
extendámoslo más bien a las demás potencias, que se echan las manos a la cabeza
y se rasgan las vestiduras ante estos bombardeos químicos, en tanto que suavizan
el tono ante otras formas de barbarie bélica que han causado ya más de
trescientos mil víctimas en Siria, más de la mitad población civil. Mataos, sí,
pero según las normas dictadas por la Comunidad Internacional; servios de
nuestras armas, que luego os proporcionaremos más, previo pago, claro está,
pero no traspaséis la delgada línea roja. ¡Qué sarcasmo!
De cualquier modo, lo que sí queda
claro con esta nueva canallada es que, con ella, el tirano Bachar al Asad,
antes o después, acabará juzgado y condenado por genocida, verdugo y gaseador
de su propio pueblo. Algo es algo.
Juan Bravo Castillo. Lunes, 10 de
abril de 2017
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