PARA QUE CASI NADA CAMBIE




            Fiel a su espíritu gallego, Rajoy, siguiendo el espíritu de Aznar, y prácticamente sin previa consulta al rey –limitándose simplemente a informarlo en una reunión de veinte minutos–, da a conocer su nuevo viejo gobierno, manteniendo los pilares básicos, eliminando a Jorge Fernández Díez, más que quemado, de Interior; de Exteriores, a José Manuel García-Margallo, que venía haciendo la guerra por su cuenta con el consiguiente disgusto de la Vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, y a Morenés, que pedía a gritos la jubilación, de Defensa. Tres viejos roqueros de los que muy pronto nadie se acordará.
            A cambio, más de lo mismo, con una serie de caras en las que, y excepción hecha de un par de nombres, Alfonso Dastis, como sustituto de García-Margallo, e Íñigo de la Serna en Fomento, parecen más recompensas a la fidelidad debida que otra cosa. Es indudable que Rajoy prefiere pasar esta, en apariencia, dura travesía, bien arropado con sus fieles, sin concesiones a nadie, ni siquiera a su aliado Rivera, que, ya de entrada, se pone mosca, visto lo visto.
            Estamos, qué duda cabe, ante un Rajoy crecido y convencido de que a lo hecho pecho, y si se me ponen tontos, nuevas elecciones y se acabó. Para eso cuenta con un electorado fidelísimo capaz de perdonar sus malandanzas y corruptelas de toda índole, en tanto que él y los suyos dan caña incesante a los socialistas, a quienes, de seguro, no permitirán levantarse, ni siquiera a Podemos –véase el “caso Espinar”: todo es bueno para encubrir la Gurtel, incluso el hecho de que un universitario realizase una “pequeña especulación”, lamentablemente no reconocida, de veinte mil euros utilizados en pagarse un máster universitario y adquirir un par de ordenadores.
            Los tiene bajo su bota, pensará, sin duda, incluido a Rivera, cuyos 150 puntos se los pasará, educadamente, claro, por donde todos sabemos. Rajoy tiene dos amos, Merkel y los dos grandes poderes fácticos –capital e Iglesia; Iglesia y capital–, y sólo a ellos ha de dar cuentas. La gestación de Podemos –invento muy televisivo– fue la espoleta que le permitió partir en dos facciones irreconciliables a la izquierda, como ocurriera en tiempo con anarquistas y socialistas.
            De ahí que uno no pueda menos que sentirse burlado, cuando no “estafado”, desde arriba, para desgracia de todos aquellos que –en especial los jóvenes desesperados – votaron a Pablo Iglesias y los suyos para que éstos le proporcionaran una salida al impase en el que viven. Es el viejo adagio lampedusiano, limitado, claro está: que algo cambie para que nada cambie.
            Rajoy, eso sí, promete diálogo, mucho diálogo; lo que me recuerda extraordinariamente a lo que hacían los socialistas en su época de esplendor felipista con Izquierda Unida: mucho diálogo, pero acuerdos ni uno. Nada es nuevo bajo el sol y menos cuando, como es el caso de Rajoy, con mayor o menor mala fe, está convencido de que es un excelente gobernante. Claro que él obvia cosas tan elementales como es el empobrecimiento alarmante de la población, incluidos los que trabajan con la espada de Damocles encima y con un salario reducido que ni les permite llegar a final de mes; o, en le bando opuesto, a quienes han visto cómo sus rentas, paradójicamente, se disparaban hasta límites insospechados con la crisis económica.   
            Estos son, en buena medida, los tan alabados frutos de la reforma laboral que ni sindicatos ni trabajadores debieron aceptar nunca. Lo que nos viene, no lo duden, es más liberalismo de nuevo cuño y más de los mismo. Ya lo veremos.
                             Juan  Bravo Castillo. Lunes 7 de noviembre de 2016

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