FELIPE VI


            No es fácil saber lo que nuestros reyes, que reinan pero no gobiernan, opinan de aspectos fundamentales de la política española. Juan Carlos, bien aconsejado por sus tutores franquistas, se debatió siempre entre nubes y claros, dejando por esclarecer muchos aspectos. Su hijo, Felipe, rey en ejercicio, como hombre moderno, es algo más transparente; sus gestos y la expresión de su rostro lo delatan, pero, con todo, es, como su padre, un auténtico fajador.
            Es en los discursos donde se pueden extraer determinadas tendencias e inclinaciones, suponiendo  siempre que éstos plasmen sus verdaderas ideas y no las de sus consejeros áulicos. El que el pasado jueves pronunciaba en las Cortes Generales para abrir formalmente la XII legislatura –el primero de esta índole– dejó perfectamente traslucir, si no su pensamiento político global, sí al menos determinadas tendencias muy arraigadas en él, que denotan su progresiva madurez.
            Moderado, no podía ser de otro modo, pero nítido; clarividente, aunque pasando de puntillas sobre determinados asuntos espinosos, Felipe VI dejó entrever el sufrimiento sostenido, la impaciencia e inquietud que albergó durante estos diez meses, esenciales para España, viendo cómo unos políticos, más pendientes de sus respectivos partidos que del bien general, eran incapaces de ponerse de acuerdo para formar gobierno.
            Felipe VI tomó las riendas de España en un momento particularmente delicado, recogiendo una herencia que su padre enturbió, y de qué forma, en sus últimos años de reinado; hasta el punto que, con su reina plebeya y sus dos hijas, a más de uno inspiró lástima por lo efímero que se antojaba su porvenir como rey. Aunque también cabe recordar que a su padre, José Luis de Villalonga,  y tantos otros, lo llamaron Juan Carlos el Breve.
            Somos muchos en España los que no comulgamos con una Monarquía responsable de tanto desastre histórico, pero también somos muchos los que pensamos que este país, visto lo visto, necesita de una institución que esté por encima de las demás y que actúe como aglutinante en este insoportable reino de Taifas en que se ha convertido España, donde todos mandan, todos despotrican, todos se creen ungidos y con derecho a hacer su propia selección, como en el fútbol.
            Es evidente que, dejando a un lado a los independentistas catalanes y vascos, que lo odian a muerte, o a los podemitas, que lo ignoran y menosprecian, los otros tres grandes partidos mantienen su lealtad al Monarca como garante de unidad. Otra cosa es que lo escuchen, lo oigan y tomen buena nota de sus palabras, siempre conciliadoras.
            En ese aspecto, Felipe VI no pudo ser más elocuente y constructivo con los diputados, senadores y gobierno, pidiéndoles que “estuvieran a la altura” para poder forjar grandes acuerdos; exigiéndoles responsabilidad para actuar con generosidad  y dar lo mejor de sí mismos; pidiéndoles asimismo solidaridad con los más afectados por la crisis; y, sobre todo, acabar de una vez para siempre con la corrupción, que ha sido como la gangrena de España, para que llegue a ser un triste recuerdo; todo ello, manteniendo su identidad como país y respetando los dictámenes de la Justicia.
            Tal es, para él, la única salida al desencanto que amenaza con volver a las dos Españas enfrentadas a muerte como antaño. Tal es la fórmula de subsistencia para la Monarquía y para un país en el que el nihilismo congénito de nuevo se cierne como una nube negra. En España cabemos todos, pero eso sí, sin exclusivismos ni privilegios.
                           Juan Bravo Castillo. Lunes, 21 de noviembre de 2016   

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