LECCIÓN DE MEZQUINDAD
Hubo una lección que el histórico
informador mediterráneo, José Barberá, olvidó, al parecer, enseñarle a su hija
Rita cuando la vio entrar en política, en 1976, junto al presidente de Alianza
Popular, Manuel Fraga, y es que, si hay algo que caracteriza esta actividad es
su especial crueldad, el cinismo de quienes la practican, y, sobre todo, la
mezquindad de la que a menudo hacen gala los que, con la boca grande, lanzan
proclamas, y, con la pequeña, no dudan en asaetear al compañero.
Sus éxitos, durante veinticuatro
años consecutivos como alcaldesa de Valencia, la emborracharon de poder y de
euforia, hasta el punto de creerse la elegida. Pero, como a tantos otros
políticos, le faltó el olfato para saberse retirar a tiempo. Es lo que tiene el
creerse imprescindible en una actividad donde nadie lo es. ¡Para cuándo, señor,
la limitación de los mandatos! Rita debería haber sabido que tras la tempestad
viene la calma, pero, sobre todo, que tras la calma, y cuando menos te lo
esperas, viene la tempestad, y ella debería haber sabido que, en veinticuatro
años de ejercicio, en una Valencia donde corrió el oro como en los tiempos del
rey Midas corrompiendo a todo titirimundi, era extremadamente difícil salir
incólume, aun otorgándole el beneficio de la duda. También los que consienten o
los que miran hacia otro lado son culpables.
Es posible que su trágico final –y
no digo solamente su muerte súbita, sino esa solemne puñalada que le dieron los
Maroto, los Martínez Maillo, los Casado y las Levy, que hicieron de ella una
mujer acabada que iba, cual perrillo faldero, buscando cariño por los pasillos
del Senado– la haya redimido plenamente, pero hasta ahí podíamos llegar,
porque, para desgracia de sus allegados, hemos visto cómo, estos días, sus
propios compañeros, empezando por el portavoz Rafael Hernando, con su diabólica
facundia, ha intentado verter su veneno incluso sobre los medios de comunicación,
con la intención de convertir a la recién fallecida en una heroína, arrebañando
votos –¡Por mil euros, mire usted!–, que es de lo que se trata, y volcando la
responsabilidad de la muerte de la ex alcaldesa en los demás, en vez de hacer
examen de conciencia.
Las declaraciones, incluso las del
ministro de Justicia, Rafael Catalá, nada menos, han sido deplorables,
miserables y mezquinas, acusando a sus enemigos políticos de llevar a cabo
contra ella una cacería sistemática, un linchamiento perfectamente urdido; como
no menos miserable y mezquina fue la actitud de los de Iglesias, dando la nota
y, como viene siendo ya habitual en ellos, equivocándose gravemente por
sobreactuación. Los hubo, qué duda cabe, cuerdos y sensatos, pero el panorama
ha sido penoso, quedando de manifiesto ante España entera la escasa altura
moral de una clase política que hay que tener bemoles para creer que puede
sacarnos del impasse en que estamos inmersos.
La verdad es verdad la diga Agamenón
o su porquero, y el único que, por decencia, o por despecho, la ha dicho en el
Partido Popular ha sido José María Aznar, cuando, justo en el momento de
enterarse de la muerte de la senadora, declaró: <<Lamento que Rita
Barberá haya muerto habiendo sido excluida del partido por el que dio su
vida>>. Aquello fue suficiente para que los justicieros que pusieron en
el brete a Rajoy –Pablo Casado, Javier Maroto, Andrea Levy y Fernando Martínez
Maillo– optaran de común acuerdo por sumirse en el silencio, meter el pico bajo
el ala y esperar que escampe, en tanto que Cospedal y Hernando practicaban la
vieja política de Helenio Herrera, según la cual, la mejor defensa es un
ataque, y si es frontal, mejor.
Juan Bravo
Castillo. Lunes, 28 de noviembre de 2016
Comentarios
Publicar un comentario