ROSELL O LA IMPRUDENCIA


    
                                 

            El presidente de la CEOE, Juan Rosell, manifestaba el pasado martes que el trabajo “fijo y seguro es un concepto del siglo XIX”, ya que el futuro habrá que “ganárselo todos los días del año”. Y lo dijo así como así, como el que ve llover. Epulón, como ustedes saben, se arrellana en su sillón, perfectamente seguro de que el mundo, visto desde allí, es perfecto. Lázaro, el pobre Lázaro, por el contrario, se sienta en el borde de la silla, tímido y apocado, porque ni siquiera tiene la certeza de que Epulón le obsequiará con unas cuantas migajas.
            A Rosell, como a ese altivo hijo de los duques de Alba cuyo nombre prefiero olvidar, le gustaría volver a la Edad Media –cosa que incluso podría ocurrir a este paso–, para recobrar el derecho de pernada, amén de otras prerrogativas, sinecuras e incluso canonjías. Es lo que pasa cuando se gana una batalla tan importante como fue el desastre de la Reforma Laboral. Rosell, como tantos otros, se crecieron, se creyeron invulnerables, Dioses todopoderosos, amos y señores de la clase obrera. Por algo tienen el apoyo del Gobierno, de la Ley y hasta de las Fuerzas del orden; e incluso si me apuran de las Centrales sindicales.
            Su obsesión es reducir al trabajador al estado de hormiga laboriosa, productiva, al servicio exclusivo de la producción; exprimirlo mientras puedan hasta arrojarlo al estercolero y sustituirlo por otro más joven, más fuerte, y, por supuesto, más barato. Es la ley del vencedor, y aquí en España, como decíamos, el trabajador perdió el tren de la Historia con Fátima Báñez, como en Francia está a punto de perderlo por real decreto. Vamos para atrás como los cangrejos; para eso sirven los avances tecnológicos y cibernéticos, para volver a la esclavitud.
            El problema, claro está, es saber hasta dónde se puede seguir tensando la cuerda sin que la pobre víctima deje de respirar para de ese modo seguir explotándola. Este Rosell, como todos los ahítos, dejó su humanidad un día olvidada, como el que olvida un paraguas viejo, y sólo ve en el hombre –y la mujer– un sujeto de producción, en su propio beneficio, claro.
            ¿Qué es un trabajador sin un mínimo de seguridad y estabilidad? Un ser amargado, lleno de temores y angustias, una ruina humana y, eso sí, un auténtico chollo para el empresario, que no para el vendedor. Con lenguajes como el de Rosell, uno se acuerda del lasciate ogni speranza del infierno de Dante.
            Antaño, los Rosells, que siempre existieron, procuraban moderar su lenguaje, por más que a la hora de la verdad fueran tan inhumanos como este Rosell; hoy, por el contrario, campan por sus respetos, anunciando un mundo de horror para nuestros hijos que irán por el mundo pidiendo trabajo como el que implora una limosna.
            Nada extraño que partidos como Unidos Podemos suban como la espuma y se erijan en una auténtica amenaza para los que desde hace años convirtieron España en su jardín particular; aunque, por si acaso, ellos ya han tomado sus medidas llevándose el capital moliente y pudiente lejos, muy lejos.
            En la declaración citada, Rosell afirma, además, que “va a haber muchas sorpresas en un futuro inmediato”, que ahora son impensables. Es como para echarse a temblar. ¿Qué querrá decir el amigo? Sin duda nada bueno para los que, con sus nóminas, sostienen el peso del Estado. Veremos.

                                      Juan Bravo Castillo. Lunes, 23 de mayo de 2016

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