CELA Y SU TRASCENDENCIA LITERARIA




            El 30 de octubre de 1956 la intelectualidad madrileña se congregaba en la calle Ruiz de Alarcón de Madrid para dar su último adiós a don Pío Baroja; entre los asistentes estaban Camilo José Cela y Ernest Hemingway. Los que portaban la caja mortuoria invitaron a acompañarlos al autor de Adiós a las armas, pero éste declinó ese honor alegando que era demasiado para él, “sus amigos, sus amigos de siempre”.
            Aunque célebre ya con sus cuarenta años y a punto de entrar en la Academia de la Lengua –había publicado, entre otros libros, La familia de Pascual Duarte (1942), La colmena (1951) y Viaje a la Alcarria (1948)–, pocos intuyeron que en aquel féretro quedaba enterrada la vieja novela noventayochista y que, justo al lado, el gallego Cela, recogiendo la antorcha –de la misma forma que Baroja la había recogido de manos de Galdós–,  se iba a encargar de sacarla definitivamente de la postración en que la guerra civil la había sumido, en un momento trascendental en que Proust, Joyce, Faulkner, la Generación Perdida, Kafka y Virginia Woolf llevaban el género novelístico a límites insospechados.
            Años antes, cuando andaba penando para dar a la luz su opera prima, Cela había ido a visitar a Baroja para pedirle que le escribiera el prólogo de Pascual Duarte. Baroja leyó aquella obra revolucionaria, y, escaldado con sus viejas experiencias, cuando el gallego volvió en busca del prólogo, la respuesta fue contundente: “¿Prólogo? Mire usted, si quiere ir a la cárcel, vaya solo”. Pero ya para entonces Cela era fiel a su divisa: “El que resiste, gana”, y ganó, vaya que si ganó. Como se ganó el aprecio del huraño Baroja que, pese a lo dicho, reconoció a su heredero, al punto de confesar unos meses más tarde que de apoyar alguna candidatura para la Academia, sería la suya.
            Me he pasado la vida defendiendo a Cela, a Umbral y a Arrabal, y añorando que los dos primeros no estén entre nosotros. Me he pasado la vida repitiendo la célebre frase de Proust: “El yo que conocéis nada tiene que ver con el yo que escribe”. Frase que, en lo que se refiere a Cela, se ajusta como un guante a la mano. Es posible que aquel hombre “con cara de llevar una navaja en la liga” fuera responsable directo de muchas de las enemistades que se vio obligado a soportar, hasta el punto de escribir en una dedicatoria a su amigo Mariano Tudela: “A mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera”, pero lo que no podemos olvidar es que, como los grandes, vivió por y para su obra. Testimonios sobran, pero baste como botón de muestra el de Jorge Urrutia: “Casi medio siglo en primera línea, ofreciendo periódicamente –desde La familia de Pascual Duarte a Cristo versus Arizona– libros que buscan una innovación formal y construyen un mundo, testimonian la vocación y el oficio de un escritor sin cuya obra la literatura española actual sería muy diferente”.
            Se le acusó de fascista, de tremendista, de censor, pero, a diferencia de sus colegas, fue el único que, en un momento particularmente delicado, recién acabada la guerra, tuvo la osadía de escribir: “Cuando un ambiente está oliendo a algo, no hay que disfrazar ese olor, hay que traducirlo inmediatamente al lector”. Eso es lo que hizo en Pascual Duarte, que huele a sangre, y en La colmena, que huele a miseria. Y bien que lo pagó hasta el punto de tenerse que ir a Buenos Aires a publicar su segunda obra maestra. Sin Cela, como sin Sartre Francia, España no es lo que era. Han pasado los años, pero la sombra de Cela, Torrente Ballester y Miguel Delibes, como la del ciprés, sigue siendo alargada

                                   Juan Bravo Castillo. Lunes, 16 de mayo de 2016      







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