MUERTE DE UN CRISTIANO EJEMPLAR






                                                                                  
 A Deogracias Carrión, amigo


            Lo mucho que tuvo que aguantar en lo puramente personal don Alberto Iniesta en sus duros años como obispo auxiliar para la Vicaría de Vallecas sin duda se lo ha llevado a la tumba, por más que lo puramente externo sea del dominio público merced a su libro Recuerdos de la transición. Y es que, hacer frente como Tarancón y él hicieron a los medios ultracatólicos madrileños no era moco de pavo. La de improperios contra él, entonces y ahora en el momento de su muerte, “obispo del esperpento”, “comunista y ateo”, “agente de la KGB”, deseándole incluso que haya ido a parar al infierno, es más bien propio de aquellas turbas que pedían el perdón de Barrabás y la muerte de Cristo. Y eso que ellos también han de morir un día no muy lejano.
            Y pensar que aquello por lo que luchó aquel hombre de 49 años recién llegado a Vallecas, con diez pobres por metro cuadrado, hoy es ya asunto archivado, asimilado, como lo fuera en Europa tras la lucha denodada de los grandes ilustrados, Voltaire, Rousseau, Diderot. Sin embargo, y aunque ello cause el asombro de las nuevas generaciones, había que tenerlos bien puestos entonces para pedir la supresión de la pena de muerte, de los malos tratos; la predicación de la pobreza, de la fraternidad, del amor, en una palabra de todo aquello que, para más inri, emanaba del Conclilio Vaticano II, ese mismo que otros, muy pronto, se encargarían de vaciar de contenido.
            ¿De dónde habría salido aquel hombre?, se preguntaban muchos en aquellos años convulsos de la pretansición. Simplemente de los que se atrevieron a leer el evangelio al pie de la letra; de ver, en la máxima extensión de la palabra, cosa muy difícil de poner en práctica. Alberto Iniesta, nacido en la calle Gaona de Albacete –muy cerca de donde naciera años atrás ese gran hombre que fue don José Prat–, fue hijo de sastre, aprendiz de sastre, botones de oficina, empleado en la Caja de Ahorros de Valencia, y, lo que pocos saben, redactor del Diario Albacete, hasta sentir como Pablo la llamada de Dios, tras su aprendizaje de la pobreza y del saber hacerse a sí mismo. Esa fue su escuela, su vocación tardía, las mejores, las más ardientes.
            Después, el seminario de Albacete y de allí a la Pontificia de Salamanca. Filosofía, teología. Y a los 35 años, en 1958, la ordenación sacerdotal. Para entonces ya había empezado a destacar por su humildad, su inteligencia y su carisma, de ahí que, tras un año de párroco, fuera seleccionado por el que fue primer obispo de la diócesis de Albacete, doctor Tabera y Araoz, para formar parte del equipo del Semirario Mayor de Albacete. Seminario éste del que saldrían, en muy breve plazo de tiempo, tres nuevos obispos: don José María Larrauri, a Vitoria; don José Delicado Baeza, a Tuy, y posteriormente al arzobispado de Valladolid; y don Alberto Iniesta, nada menos que a Vallecas. Aplicar allí el Evangelio sin tapujos equivalía enfrentarse al nacional-catolicismo y quedar señalado por los que no aceptaban ningún cambio del statu quo, y más aún cuando, como muy bien decía monseñor Ciriaco Benavente en la misa funeral celebrada en la catedral de Albacete el pasado jueves, “tuvo la audacia y la osadía de convocar una asamblea del Pueblo de Dios en la zona a él confiada: Vallecas, El Pozo, Entrevías… Dar voz al pueblo pobre en esas circunstancias –añadía–, con un régimen como el existente, sonaba a osadía”. Como Machado en contacto con la tierra de Soria, permítaseme el símil, don Alberto se encontró en Vallecas con su fe traducida en compromiso profundo y en caridad, tal y como la predicó Jesucristo. Descanse en paz.

Lunes, 11 de enero de 2016. Juan Bravo Castillo   
           

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