LA DESDICHA DE BANGLADESH


 

            Prueba de que el mundo va soberanamente mal la tenemos en el espantoso “accidente” ocurrido el pasado día 24 en Dacca, capital de ese desdichado Estado que es Bangladesh. Y digo “accidente” por calificarlo de alguna manera, puesto que las connotaciones que entraña le hacen ir mucho más allá de esa denominación; ya no sólo por la magnitud del mismo – 3.000 obreros atrapados, 400 muertos y cientos de desaparecidos bajo los escombros–, sino también porque, pese a las declaraciones cínicas de los cuatro empresarios –uno, por cierto, español–  que tenían instalados sus talleres de confección entre aquellos muros, alegando que sus trabajadores y trabajadoras disfrutaban de las mejores condiciones, lo cierto es que todo auguraba la tragedia, empezando por las alarmantes grietas que habían empezado a detectarse y que habían inducido a decenas de trabajadores a no acudir hasta que se llevara a cabo una inspección formal.
            Estamos hablando, por lo demás, de jóvenes, en su inmensa mayoría mujeres, que trabajaban de sol a sol por no más allá de 30 euros al mes, salarios irrisorios pagados por esas aves de rapiña, que se autodenominan “empresarios”, y que son la vergüenza de la raza humana. “Empresarios” que, como buitres, luego de explotar brutalmente a las poblaciones chinas y vietnamitas, no contentos, fueron en busca de pueblos todavía más miserables, en el sentido hugoliano, aprovechándose de la terrible pobreza que asola Bangladesh, posiblemente el país más dejado de la mano de Dios.
            Es la misma explotación que, desde el siglo XVIII, y aún antes, en las décadas que siguieron al descubrimiento de América, se practicó con los esclavos, que eran, recordemos, duramente castigados si se evadían o causaban problemas. En una de sus obras divulgativas, ese luchador infatigable que fue Voltaire denunciaba esa terrible crueldad de los colonos americanos publicando un grabado de un negro con un pie y una mano amputados y en el que incluía la siguiente acusación: “Es a costa de esta vergüenza como disponemos en Europa de azúcar barato”.
            Pues bien, con mucho más motivo podemos hoy exponer la ruina del edificio derrumbado del distrito de Savar, en las afueras de Dacca, y decir: “Es a costa de este horror como compramos en Europa y América de ropa a precios irrisorios”. Es la sangre, el sudor y las lágrimas de los que se alimentan esas aves carroñeras –con perdón de las aves– que, como el “empresario” reusense David Mayor –uno de los cuatro canallas que operaban allí–, actualmente buscado por la policía, contribuyen decisivamente a que este mundo en que vivimos sea una cloaca irredenta. 
            Las fotografías de los muertos e incluso de los supervivientes mutilados –cráneos fracturados, cajas torácicas aplastadas, hígados cercenados, brazos rotos o amputados– es sencillamente espeluznante, tanto como esas pobres gentes agarradas a la esperanza como un hilo de salvación en medio de unos escombros donde sólo hay muerte, putrefacción y horror en el sentido metafísico en el que se expresa el protagonista de El corazón de las tinieblas de Conrad. 
            Que sigan ocurriendo estas cosas en el siglo XXI; que la esclavitud –o algo incluso peor– se siga practicando de manera tan alevosa por personajes a los que habría que aplicar, de modo excepcional, la pena capital para ejemplo de la dignidad del género humano, muestra a las claras el infierno al que nos está llevando el neoliberalismo canallesco de nuevo cuño donde todo absolutamente se supedita a la producción a bajo coste y en la que ni la vida ni la dignidad de la persona tienen la más mínima importancia. ¿A quién podrán agarrarse estos nuevos explotados para que los saque del pozo negro de la Historia? Porca miseria. Esperemos que el recién capturado propietario del inmueble, Mohamed Sohel Rana, cuando estaba a punto de huir a la India, reciba el justo castigo, pese a pertenecer, como no podía ser de otro modo, a la Liga Awami, partido en el poder, otro corrupto con derecho a pernada.

                                     Juan Bravo Castillo. Domingo, 5 de mayo de 2013

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