CINCO MESES PARA OLVIDAR



            Cuando un país pierde su autoestima, cualquier cosa puede ocurrirle. Y de eso, los españoles sabemos bastante. El error de Rajoy y de su Gobierno anunciándonos catástrofes a lo largo de tres meses con el fin de cubrirse las espaldas en sus continuos tijeretazos a diestro y siniestro, lo estamos pagando y de qué manera. En la vida, y eso lo deberíamos saber bien por nuestra afición a los toros, siempre hay que dar una salida al que acosas, aunque sea engañosa, aunque sea incierta, pero no se puede vivir sin un rayo de esperanza.
            Lo que hemos vivido hasta hoy son los cinco meses más negros de la democracia, en los que todo parece haberse conjugado afectando no sólo al pueblo llano, sino también a los estamentos en apariencia inviolables: políticos, jueces e incluso a la Monarquía. Ha sido como una plaga del antiguo Egipto, donde, de repente, y como por arte de magia, alguien abrió una esclusa y empezó a salir podredumbre a mansalva.
            Que el pueblo sea vil, está, hasta cierto punto, dentro de la naturaleza de las cosas; pero que aquellos que han de dar ejemplo de virtudes muestren a diario sus vergüenzas es como cuando a un coche se le rompe la dirección. Hablar de transparencia y ejemplaridad y luego irse a cazar elefantes a Bostwana; presidir un Tribunal Supremo y luego irse de parranda reiteradamente a Marbella, con un país hundido hasta las cachas, es como para terminar de resquebrajar la moral del pueblo.
            Somos como un buque viejo, carcomido, al que hay que taparle boquetes por todas partes. No se puede venir un país abajo en menos tiempo. Y, si faltaba algo, el escándalo de Bankia ha sido la puntilla. De repente nos vemos convertidos, por obra y gracia de los avaros e ineptos de la banca, en la nueva Grecia de Europa, blanco de toda la prensa mundial, que durante una semana se ha ensañado con nosotros, como no podía ser de otro modo. Como siempre, cundió el pánico, se actuó a destiempo, las ratas salieron corriendo de las sentinas y la pésima actuación del Gobierno, incapaz de exigir responsabilidades a nadie, hizo el resto: hundimiento de las acciones y puesta en tenguerengue del sistema.
            Esta semana el ejecutivo, consciente del estado de desmoralización generalizado, y de que esto no hay ya por dónde cogerlo, ha cambiado de repente de táctica en un intento de levantar la moral de la tropa. Ha sido un toque a rebato, una especie de huida hacia delante con el fin de quemar las naves o morir matando. Rajoy sabe muy bien que el hundimiento económico de España no le va a salir barato a Europa, y esa carta le permite sacar pecho pese a los “guantazos” que le propinan por doquier. Debería sin embargo saber nuestro Presidente que el milagro que todos esperamos en modo alguno podrá producirse si no es tras un acuerdo mínimo entre todos los estamentos del país, asumiendo cada cual su responsabilidad, dejando a un lado tanta hipocresía, tanta mentira, tanto oscurantismo, tanta injusticia, y exigiendo una regeneración democrática de arriba abajo.
            La política del amiguismo, del compadreo –tan reiteradamente practicada en los últimos tiempos por todos los Gobierno de ambos signos en España– nos ha llevado a este desastre. Empecinarse en la opacidad puede resultar nefasto de cara a un pueblo que está hasta más arriba de las narices de sus dirigentes y mandatarios. Que personajes como Carlos Dívar o Rodrigo Rato, por poner sólo dos ejemplos, no se hagan acreedores a una mínima sanción significa que esto no hay quien lo cambie porque posiblemente, como decía ayer la prensa extranjera, lo llevamos en los genes.

                                           Juan Bravo Castillo. Domingo, 10 de junio de 2012        
           

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