CARLOS DÍVAR, CHIVO EXPIATORIO
Más allá
del escándalo Dívar, concluido el pasado jueves con su forzada dimisión como
presidente del Tribunal Supremo y del Consejo del Poder Judicial, interesa
poner de relieve, aunque sea brevemente, algunas connotaciones que se
desprenden de este lamentable hecho.
La
principal, sin duda, el alud mediático en que se ha visto envuelto y que ha
servido puntualmente de pasto al pueblo, como ocurriera con el caso Undargarín,
en un momento en que económicamente el país se nos va de las manos. La prensa,
los medios, la ciudadanía y hasta el que casualmente pasaba por allí se han
ensañado con él, merecidamente acaso, por su insistencia en negar la realidad,
un hombre que presumía de sólidas y consolidadas convicciones religiosas,
experto en darse golpes de pecho en público, etc. Ningún placer mayor para el
vulgo que el de desenmascarar a un tartufo o a un sepulcro blanqueado. Mas, con
todo, el ensañamiento, reconozcámoslo, ha superado todo lo imaginable.
Ahora
bien, lo que me preocupa es que, posiblemente, una vez más la manipulación haya
estado detrás de todo este ensañamiento. Porque en lo que ha incurrido Dívar, y
eso hasta el más incauto lo sabe, es en un vicio la mar de arraigado en la
sociedad española. Particularmente, casos como el suyo, e incluso bastante más
graves, se han podido ver en la política, en la administración e incluso en la
universidad: gentes que con la tarjeta visa oro se han pavoneado por hoteles,
restaurantes y tiendas de lujo, viviendo del erario público con un cinismo
inconmensurable, sin que los responsables y controladores de tales
instituciones pusieran coto a sus desmanes.
Como
Dívar, los personajes a los que aludo –perfectamente conocidos por los grandes
maîtres de los grandes restaurantes– son individuos sin ideología ni principios
que, incapaces de estar a la altura del puesto en que los puso el destino,
también llamado azar, se acostumbraron a vivir a todo trapo, convencidos de que
el mundo giraba a su alrededor. Es posible que alguien pueda decir que Dívar se
lo tenía merecido por el hecho mismo de abusar ocupando un puesto de
especialísima relevancia –la cuarta autoridad del Estado, de la que tan ufano
se mostraba–, para el que resulta imprescindible dar ejemplo, su ejemplo, ¿pero
quién nos dice que los gerifaltes desvergonzados que entraron a saco en el
erario público no tenían idéntica obligación de dar ejemplo de rigor y
transparencia?
España,
durante estos últimos 25 años, ha sido el país de Jauja, donde han campado por
sus respetos auténticos gángsteres de cuello blanco, e incluso toga, que, como
auténticos señores feudales, se creyeron con derecho de pernada y ahora
permanecen calladitos como el villano en su rincón, temerosos de que un día
alguien saque a la luz sus fechorías, cosa que sería un auténtico alivio para
quienes, año tras año, hemos visto campar a sus anchas a estos siniestros
personajes.
Urge, y
de qué modo, hacer entender a la ciudadanía dos preceptos básicos en una
democracia que se precie: primero, que defraudar a Hacienda, que somos todos,
no es un simple pecado venial, sino un robo y un escarnio al pueblo; segundo,
que el dinero público es sagrado y nadie, por superior rango que ostente, tenga
poder para aprovecharse de él. Los errores del pasado han de servir para
enmendar el futuro. Lo contrario será lo de siempre: ver cómo el pueblo lincha
al chivo expiatorio para de ese modo satisfacer su frustración. Una pena.
Juan
Bravo Castillo. Domingo, 24 de junio de 2012
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