CARTA A ÁNGELA MERKEL DE UN POBRE FUNCIONARIO

           

            Estimada señora: Estamos de acuerdo con usted en que hemos sido un desastre por acción, por omisión o por dejación. Estábamos tan acostumbrados a vivir en medio de la austeridad, que la abundancia nos pilló desprevenidos. 
            Hemos sufrido a lo largo de nuestra historia toda clase de torturas, desde las de los romanos hasta las de los franceses, pasando por la Inquisición y terminando en la guerra civil. Por lo que a usted se refiere, sabíamos de las que practicaron con los judíos, gitanos y demás ralea en Austwitz, Treblinka y demás campos de exterminio, pero, reconocemos que desconocíamos hasta qué punto habían perfeccionado, en materia económica, su saña rayana en lo puramente oriental.
            Desde que nos pillaron en falta, hemos tenido ocasión de conocer bien sus métodos. Primero nos suprimieron por real decreto la media hora de asueto que teníamos por la mañana para almorzar, tomar café y echar un vistazo a la prensa. Era esencial, tal fue el pretexto que esgrimieron ustedes, para que nuestra productividad ramplona se restableciera. Aun a regañadientes, aceptamos, a ver qué remedio. Pero no nos habíamos recobrado del susto cuando, un buen día, nos vinos un fash de Bruselas, vía Berlín, anunciándonos que se nos descontaba un 10% del salario, lo cual suponía trabajar más por menos dinero. Salimos a la calle, armamos la marimorena, pero en ningún momento la vimos flaquear, antes bien, su sonrisa, Mrs. Merkel nos permitió comprobar que éramos como gusanillos para usted.
            Nos fuimos acostumbrando a nuestra nueva situación, porque, al parecer, ahí radicaba nuestra salvación como pueblo derrochón. Pero he aquí que, cuando más confiados estábamos, nos llegó un mensajero en moto, como los de Franco, exigiéndonos que nuestra jornada había de empezar media hora antes –o sea a las siete y media– y acabar media hora después –o sea a las quince treinta–. Pedimos explicaciones, pero se nos dijo que tal era la única solución viable para reducir el insoportable déficit estatal. Claro, que siempre nos quedaba el recurso de renunciar al trabajo e irnos a casa a descansar. Hablamos con los representantes sindicales, salimos a la calle de nuevo, nos quitaron la parte correspondiente del salario ya menguado de por sí, pero su sonrisa, Mrs. Merkel, seguía persiguiéndonos como en una pesadilla.
            Creíamos que las cosas iban a quedar así, pero otro mal día, siempre a traición, recibimos un mensaje por Internet prohibiéndonos salir al baño en toda la jornada por motivos de producción. Tan inhumana medida provocó el rechazo, pero, para entonces, teníamos ya conciencia de estar en manos de la Providencia. Algunos desertaron por motivos de salud y, tras comerse los ahorros, quedaron en la indigencia; otros seguimos aguantando, porque la siguiente ordalía fue impedirnos hablar; después trabajar a media luz; luego mantenernos cada diez minutos uno sin respirar, para de ese modo ahorrar aire y robustecer el estoicismo.
            Para entonces, éramos ya unos fantoches despersonalizados, por más que algunos albergaran la esperanza –tal es la eficacia de la propaganda estatal– de que con aquella tortura llegaríamos a algún sitio o, al menos, purgaríamos nuestra culpa, e incluso que llegaría un momento de inflexión. Pero qué va. El motorista sañudo volvía una y otra vez para prohibirnos levantar la cabeza, no pestañear, evitar cualquier movimiento que no fuera destinado a lo estrictamente productivo. Hasta que un día, los que soportamos aquella tortura por la esperanza, recibimos un certificado firmado por usted, en el que se nos acreditaba como entes germanizados. Germanizados sí, desde luego, pero también idiotizados. 
            En el fondo, señora, ahora nos damos cuenta de que lo que usted siente es celos de las viejas civilizaciones, de ahí su inquina para con Grecia, España e Italia.

                              Juan Bravo Castillo. Domingo, 3 de junio de 2012

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