¿QUÉ OCURRE CON NUESTRA CLASE POLÍTICA?

                 
 

            El último barómetro del CIS refleja datos muy preocupantes y dignos de reflexión. De ellos, sin duda, el más significativo es el lugar que viene ocupando, desde febrero de 2010, la clase política y los partidos: un alarmante tercer lugar en la preocupación de los españoles, justo por detrás de la lacra del paro y de los problemas financieros en general. 
            Es evidente que el divorcio entre la clase política y la ciudadanía se torna cada vez más agudo. La gente, desde la llamarada de escándalos que jalonaron a los partidos políticos desde los años de vacas gordas, ha perdido parte considerable de la fe que depositaron en ellos, sin que a ellos, por su parte, parezca importarles en demasía, subidos como están en sus pedestales, recuperar la confianza perdida; les basta con que los voten, y eso, con el auxilio de la televisión es pan comido.
            La realidad es que algo falla, algo muy grave. Por primera vez en nuestra democracia la desafección se hace patente a marchas forzadas y el respeto que la clase política debía inspirar entre aquellos a quienes representan se esfuma. Como en una clase de alumnos mediocres, la valoración de los líderes políticos desciende vertiginosamente, hasta el punto de que, de los diez más conocidos, ni tan siquiera uno de ellos alcanza el aprobado exigible. La mediocridad impera, llegando al extremo de que la mejor valorada –Rosa Díez–, con un pírrico 4,47, no pasa de ser una líder testimonial y por ello se permite hablar con cierta clarividencia. Viene tras ella Pérez Rubalcaba, con un 4,11, señal evidente de que este líder socialista ni cala, ni convence, ni crea pálpito, y algo nos dice que jamás sobrepasará su papel de segundo de a bordo que tan admirablemente desempeñó. Pero, si lo de Rubalcaba preocupa, ¿qué decir del 3,84 de Mariano Rajoy, que le retrotrae nada menos que a la sexta plaza del ranking de diez? ¿Cómo podemos interpretar este alarmante dato? Un presidente que gobierna España y que se ve superado en coeficiente de estima por Uxue Barkos (3,97), Joseph A. Durán i Lleida (3,96) e incluso por el mismísimo Cayo Lara (3,95), es algo digno de análisis. Los hay que pensábamos que, con su llegada a la Moncloa, Rajoy evolucionaría hacia un mejor grado de confianza y de comunión, con los suyos al menos, pero ni por ésas. Su falta de carisma, tan necesaria en los tiempos que corren, se hace palpable día a día, al tiempo que son muchos los que afirman que es su falta de confianza en sí mismo lo que lo retrotrae. Demasiado serio, demasiado adusto, demasiado inseguro para tan alta responsabilidad, de él habría dicho probablemente el añorado Umbral que “entró en el Credo como Poncio Pilatos”.
            Pero si sorprendente resulta este continuado suspenso de los líderes políticos, qué decir de la valoración de nuestros ministros, incluida la todoterreno Sáenz de Santamaría que, con 4,22, se sitúa en el segundo puesto de la tabla, con una nota más que vulgar, sólo superada por Ruiz Gallardón (4,31), que también ha entrado en la espiral del deterioro desde sus viejos días de alcalde de Madrid. Preocupante asimismo, y mucho, es el puesto ocupado por los hombres que tienen como misión sacarnos de la crisis –Cristóbal Montoro (3,77), en el séptimo puesto, y Luis de Guindos (3,71), en el noveno puesto de la tabla–, y eso, pese a estar todos los día en candelero. El último puesto, por cierto, se le adjudica al flamante ministro de Educación y Cultura, José Ignacio Wert (3,19) que se ha ganado a pulso tan insigne “honor”, y que sin duda empieza a arrepentirse de haberse metido en este jardín de espinas. 
            ¿Cabe margen para la esperanza? Sinceramente creo que no. España necesita con urgencia de un líder de peso que la saque de su atonía y que le permita recobrar la autoestima perdida. Lo contrario es seguir rodando hacia el precipicio, víctimas de nuestra propia mediocridad.
 
                                               Juan Bravo Castillo. Domingo, 13 de mayo de 2012

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