LA MUERTE DE CARLOS FUENTES


                              


            Cuando nos disponíamos a celebrar el cincuenta aniversario de esa maravillosa novela que fue La muerte de Artemio Cruz, por uno de esos caprichosos azares del destino, nos llega de repente la noticia de la muerte del mejicano Carlos Fuentes, cuya actividad literaria e intelectual, como la de Gabriel García Márquez, ha venido llenando los últimos sesenta años.
            Nacido justo el mismo año que el Nobel García Márquez, o sea, en 1928, con su muerte se rompe la de ese hermoso trío de novelistas de talla mundial que formaba con el propio García Márquez y Vargas Llosa –ocho años más joven este último.
            Como Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante, Pedro Páramo de Juan Rulfo, La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, Rayuela de Julio Cortázar, o Cien años de soledad de García Márquez, con La muerte de Artemio Cruz Carlos Fuentes, el mejicano universal, daba otro impulso a la literatura hispanoamericana, en una época en que, como la  rusa hacia 1860, no hacía más que provocar asombro, llevando las letras hispánicas a niveles comparables a los del Siglo de Oro.
            Cómo no acordarse de la lenta agonía, en un hospital de Méjico, rodeado de su familia, de aquel bastardo, hijo de una campesina violada por un gran terrateniente, y convertido poco a poco, gracias a la Revolución de 1910-1920 en un potentado local. Durante las doce horas que durará la agonía de Artemio Cruz, éste, como en una revelación, irá recreando su propia vida y su ascensión social, marcada por una sucesión de traiciones y compromisos. El relato, ingeniosamente concebido en trece secuencias, sería una larga metáfora del Méjico del siglo XX, y constituiría una de las más desengañadas reflexiones de la Revolución, traicionada por sus propios héroes. Con aquella extraordinaria novela, Fuentes, al tiempo que se consagraba internacionalmente  –cuatro años antes, ya había dado un primer paso importante con La región más transparente–, se inscribía en la primera fila de la corriente de desengaño que siguió a la del entusiasmo revolucionario caracterizado por la abundante producción de los “novelistas de la Revolución”.
            Con sólo treinta años, en esa su primera novela, Carlos Fuentes, como gran parte de sus compañeros de generación, demostraba haber asimilado plenamente las lecciones narrativas de los grandes innovadores europeos, John Dos Passos, James Joyce y William Faulkner, que le permitieron hacer un análisis sin complacencias de la sociedad mejicana, y, sobre todo, de su burguesía dirigente, a la que acusaba sin ambages de haber desviado en su propio provecho la herencia de la Revolución. Su técnica literaria, hecha de un “collage” de elementos narrativos de muy diversa índole, o de una sucesión de monólogos interiores y de flash-backs, evocaba la estética de las pinturas murales de un Rivera o de un Sequeiros.
            Su inspiración novelística en ningún momento cejó, buscando como Flaubert lo que pudiera ser la novela total con Terra nostra (1976), inmensa novela de casi ochocientas páginas que cubre dos mil años de historia y abarca el espacio de cuatro continentes. A esta magna obra, sucedieron La cabeza de la hidra (1978), Cristóbal nonato (1986) y esa joya titulada Gringo viejo que sería llevada al cine con un auténtico reparto estelar.
            Entre los numerosísimos reconocimientos, y aunque Vargas Llosa le cerrara la puerta al Nobel, Carlos Fuentes cosechó importantísimos galardones, como el Rómulo Gallegos en 1977 y, sobre todo, el Cervantes en 1986. Una vez más, como siempre ocurre con estos genios de talla mundial, podemos decir aquello de que muere el hombre, pero queda su hermosísimo legado para la posteridad.

                                          Juan Bravo Castillo, 20 de mayo de 2010

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