NEGRO PORVENIR
El
envejecimiento de la población española es un hecho que se acentúa más y más
por culpa de la falta de planificación y la escasa imaginación de nuestros
políticos. Es evidente que aquello de “a largo me lo fiáis” tiene una raigambre
muy hispánica. A nuestra clase dirigente le encanta aquello de levantar
edificios materiales, con los que poder presumir e incluso embolsarse parte del
sobrecoste si es posible, aunque luego no sepan qué hacer con ellos. Otra cosa
es sembrar para que otros recojan a largo plazo, ya sea educación, ya sea
descendencia. Nos importa tan poco el porvenir de los que vienen después de
nosotros, que maldito el caso que hacemos al mundo que les vamos a legar, con
una atmósfera podrida, unas tierras esquilmadas y unos mares contaminados.
Pero,
por una vez, hablemos del envejecimiento de nuestra población, que se acentúa
más y más en la medida en que nuestros gobernantes, tan miopes en esto como en
otras tantas cosas, piensan que la solución de este problema “va de soi”, es
decir, que no existe ese problema, y que si existe se corregirá por sí mismo.
Gran error sin duda. Los datos del pasado año no dejan margen de error: casi
424.000 fallecidos, frente a 392.000 nacidos (de los cuales, 76.000
corresponden a madres extranjeras). 8,4 partos por cada mil habitantes, cuatro
décimas menos que en 2016. Números cantan, aunque resulten tediosos.
La
decadencia de España siempre ha estado vinculada a la caída de la población (un
caso extremo acaeció en 1690, durante el reinado de aquel aborto de la
naturaleza que fuera Carlos II “el hechizado”, en que le población española,
que a principios de ese siglo era de dieciséis millones de seres, quedó
reducida a seis, algo realmente inaudito). Ahora el problema no resulta tan
alarmante, pero sí en la medida en que difícilmente puede sostenerse de este
modo el Estado de bienestar al que aspiramos y casi exigimos. Al igual que
Unamuno decía “que inventen ellos”, parece extenderse más y más el dicho “que
tengan hijos los demás”. Claro que lo que en un principio podría calificarse de
pura frivolidad, bien mirado no lo es tanto. Los habrá frívolos, por supuestos,
pero de lo que no cabe la menor duda es que este saldo vegetativo negativo
tiene su explicación.
Tener
hijos y criarlos con decoro exige un esfuerzo económico creciente y un tiempo y
una dedicación imposible para una pareja que, para conseguir el sustento
correspondiente, trabaja de sol a sol. Eso por los que cuentan con un trabajo
digno. ¿Y qué decir de los que tienen un trabajo pésimamente remunerado, que
son la mayoría, o de los que ven cómo pasan los años y no encuentran un modo de
salir adelante? ¿Cómo planificar su vida sin tener una mínima seguridad? Tal es
el dilema.
Tal
y como está organizado el sistema, tener hijos es una heroicidad, y la gente no
está para heroísmos en los tiempos que corren. Se ha apretado de tal modo la
soga en torno al cuello del personal, que la gallina un día de estos se va a
negar a seguir poniendo huevos. Y sin huevos dejará de haber mano de obra
barata, o carne de cañón, con la que esos ricos “in crescendo” desde la
implantación de la reforma laboral, acabarán lamentando su error, o no, porque
siempre les quedará la de los desesperados que cruzan el Estrecho en busca de una
salida a sus vidas.
Es
evidente que sin un plan de apoyo a la familia a base de subsidios familiares,
guarderías, becas y ayudas de todo tipo, no se solucionará este problema, y
para eso, lo mismo que para ofrecer salarios justos, dar jubilaciones honrosas
o ayudar a los incapacitados e impedidos, hay que buscar el dinero allí donde
está en abundancia: en los que se han llevado la parte del león durante estos
años de crisis y en el continuo despilfarro de nuestra administración. Si no se
empieza por ahí, como dicen los castizos, no hay tutía.
Juan
Bravo Castillo. Domingo, 24 de junio de 2018
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