ENTRE LA INQUIETUD Y LA ESPERANZA



            Y lo que tenía que suceder, sucedió. La moción de censura prosperó y Rajoy, ante la perplejidad suya y la de los suyos, cayó. No se puede describir con menos palabras una “muerte” anunciada. Han sido dos días de infarto, pero desde el principio se vio venir que esta vez sí, esta vez se iban a lanzar todos, excepto Ciudadanos, sobre lo que ya era un cadáver político desde las sentencias de la Gürtel.
            “Ha caído Rajoy”, dijo un ciudadano anónimo. “No, en realidad llevaba mucho tiempo caído”, replica su interlocutor. Otra víctima de la Moncloa y de su propia arrogancia. Le bastó ver que su futuro dependía del PNV y se dio por finiquitado, hasta el punto de refugiarse con los suyos, la tarde del jueves, en un restaurante madrileño de lujo, dejando que los demás, los que él había menospreciado cuando no vilipendiado, se repartieran sus despojos. Le faltaron arrestos y le sobró arrogancia; menos mal que a última hora se presentó para rubricar su fracaso y dar el parabién a Pedro Sánchez, no sin antes reafirmarse una vez más en su grandeza. Le habían fallado todos sus emisarios agoreros, anunciando catástrofes, el miedo, siempre el miedo.
          Pero es evidente que, aunque no se sentía particularmente querido, excepto para los suyos, los que se lo debían todo, Rajoy no podía sospechar el altísimo rechazo que su presencia despertaba entre la izquierda española e incluso entre grandes sectores de la derecha. No sé, ni me aventuro a predecir, si optará por irse definitivamente después de designar, como suele ocurrir, a su sucesor, Feijó dicen; o si, ahíto de despecho intentará volver después de meter todos los palos que pueda en las ruedas de su rival. Pero, tanto en un caso como en otro, podemos decir sin temor a equivocarnos que su caída, aunque él la atribuya a la gran traición, no ha tenido nada de shakesperiana, incluso diríamos que mucho de vulgar.
            Nos queda el vencedor, Pedro Sánchez, un hombre ambicioso, decidido, que ha sabido navegar en aguas turbulentas, y no sólo se levantó una vez, caído y traicionado por muchos de sus antiguos amigos, sino que, astuto y bien rodeado de gente de valía, se ha erigido, en una maniobra audaz, en nuevo inquilino de la Moncloa. El problema son los apoyos de los que se ha valido, menos que fiables.
            De ahí que su llegada a la Presidencia de Gobierno despierte, incluso entre los viejos socialistas, una mezcla de esperanza e inquietud. Esperanza, porque son millones de desprotegidos los que aguardan una oportunidad, los que esperan que alguien les haga justicia, jóvenes en paro, trabajadores con sueldos de hambre, mujeres discriminadas, gente que perdió su trabajo y subsisten como malamente pueden, jubilados con prestaciones de auténtica pena. Todos ellos han sufrido día a día viendo cómo Rajoy, con su triunfalismo y sus medios de comunicación dándole coba, gobernaba para los ricos, los bancos y los grandes empresarios. Para ellos, pues, la esperanza.
            Pero, aunque hay motivos para esperar que las cosas empiecen a cambiar –con eso nos conformaríamos muchos–, también hay inquietud, y mucha. En España las cosas andan tan envenenadas que todos luchan ya abiertamente contra todos. La insolidaridad campa por sus respetos; vascos y catalanes nacionalistas se consideran superiores y desprecian a los españoles; las regiones son ya auténticos reinos de taifas; Podemos acecha el momento de romper el pacto implícito para saltarle a la yugular a Sánchez; Ciudadanos sólo vive para las encuestas. Y así sucesivamente. Un porvenir, como vemos, sombrío, pero también cabe la posibilidad de que lo que no consiga una mayoría aplastante, lo logre una minoría decidida y audaz. La Historia está plagada de ejemplos. Veremos.
                                          Domingo, 3 de junio de 2018

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