¿EL ÚLTIMO ACTO?




           Tras dos semanas de auténtico vértigo, todo denota que nos acercamos al desenlace de la farsa. Se nos anuncia que ocurrirá hoy, esta misma mañana, con la declaración de la República catalana, pero los hay que cada vez más lo ponen en duda. Y es que, por grande que sea el convencimiento fanático del hombre, y pese a llevar años preparándose mentalmente para hacerse acreedor a la corona del martirio, llegado el momento de la verdad, cabe la posibilidad de que no esté dispuesto a tirarlo todo por la borda, máxime cuando puede que, a esas alturas, le hayas cogido gusto al dinero, a los placeres y, sobre todo, al poder y a estar todos los días en candelero.
            Tal es el caso del president de la Generalitat, Carles Puigdemont, acuciado, de un lado, por su instinto martirológico y sus ansias de pasar a la Historia como el sucesor de Companys, y, empujado literalmente por los antisistema de la Cup –ocho diputados que han hecho más daño que ocho mil–, en tanto que el partido de Oriol Junqueras se apresta a decir aquello de “¡A rey muerto, rey puesto! ¡Negociemos!”.
            Será el momento de la decepción para las masas, tan bien utilizadas por los líderes de la Asamblea Nacional Catalana, pero tal es el destino de las masas: usar y tirar. Quedará, claro está, ese sentimiento catalanista, soberanista o como queramos llamarlo, muy difícil de atemperar después de tantos días de fiesta, haciendo, con el permiso de sus jefes, una revolución al ritmo de la “Gallineta” y la “Estaca”. Pero, ¡ojo!, porque también va a quedar otro sentimiento de aquellos que sintiéndose catalanes y españoles, por fin se han quitado la venda, han salido a la calle en vista de tanta brutalidad y han dado la cara, arriesgándose, claro que sí, a que se la partan, pero también a partírsela ellos al que tienen enfrente, ese mismo que los viene atosigando “en exclusiva” años y años.
           Y, cuando por fin baje esta fortísima marea, cada cual pague su culpa, y los comparsas vuelvan a su casa a lamerse las heridas, será el momento de la compasión y la justicia, el momento de la reflexión y el perdón. Y es que, independientemente del espectáculo bochornoso ofrecido, conviene detenerse un momento, mirarnos a los ojos y preguntarnos qué se hizo mal, que se está haciendo mal para que en España siempre acabemos a garrotazos, como los dos personajes goyescos que, clavados en la arena, pelean hasta no conocerse.
            Decía desde el exilio, en su libro Cuestiones españolas, el gran José María Ferrater Mora, diez años después de acabada nuestra guerra civil que “lo que se trataba de hacer en ese momento era descubrir las efectivas vigencias, lo que podría unir a los españoles –él así se consideraba, y también catalán– en vez de violenta y sangrientamente separarlos”. Para ello, Ferrater contaba con lo que él estaba convencido de que “su país natal ofrecía a las demás comunidades españolas, una característica humana indispensable para el afianzamiento de una verdadera convivencia dentro de las normas liberales: el pragmatismo que los catalanes denominan seny, una especie de sentido común”.
            Porque no se trata de aplastar, ni de imponer, como han pretendido hacer los independentistas partiendo en dos Cataluña y, de paso, España, sino de convencer: “Ganaréis pero no convenceréis”, decía Unamuno a Millán Astray y sus falangistas en Salamanca el día de la Hispanidad de 1936. Se trata de elaborar entre todos un proyecto de país ilusionante, bastante más justo que el que vivimos, un país dialogante, construido entre todos y en el que, desde luego, nadie aspire a ser más que nadie. Un país menos belicoso y más cordial.

            Juan Bravo Castillo. Lunes, 9 de octubre de 2017



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