A PROPÓSITO DE LA HISPANIDAD


            Que España debe cuidar bastante más de lo que lo hace su papel señero en Hispanoamérica y no permitir que determinados movimientos indigenistas empañen aún más su misión histórica en aquel continente, es un hecho. Lo nuestro no fue precisamente airear nuestros logros como país que se desangró en aras de un ideal ecuménico en una época en que navegábamos claramente contracorriente.
            Ocurrió con los Habsburgo, especialmente con Felipe II –ningún personaje europeo de su época se vio tan demonizado como este rey–; ocurrió con la batalla de Lepanto –en la que, gracias a España, se les cerró el paso a los turcos, que iban como un tiro hacia Viena–;  y ocurrió con las guerras napoleónicas cuando fuimos incapaces de sacar tajada, como los demás países europeos, en el Congreso de Viena.
         Personajes como González Montano, el resentido Antonio Pérez, Lutero, Guillermo de Orange, Cromwell y tantos y tantos panfletista judíos y disidentes religiosos expulsados de España y asentados en Amsterdam, Frankfurt o Londres, propagaron por doquier la imagen del español soberbio, avaro, cruel, envidioso, receloso, insolente, presuntuoso, jactancioso, paradigma del orgullo, la intolerancia, la codicia, la crueldad y la barbarie. Y, por si les faltaban argumentos, la denuncia de las brutalidades a las que eran sometidos los nativos en las recién descubiertas Indias por parte del franciscano Bartolomé de Las Casas, terminó de arreglar las cosas.
          Fue así como la España de los Habsburgo resultó derrotada en la batalla propagandística. Lo que en Europa se aireó sobre España no fueron tanto sus logros culturales como las brutalidades de sus soldados, convirtiéndose a la postre en un imperio satanizado, e imponiéndose de forma muy duradera aquella “leyenda negra” sintetizada en un catálogo de “españoles” que representaban valores odiosos y propios de épocas pasadas: el soldado de los tercios de Flandes, al mando del duque de Alba, encarnación de la crueldad más despiadada; el inquisidor, fanático y brutal por definición; el conquistador de las Indias, genocida sólo guiado por la codicia y el sadismo; el hidalgo ocioso, imagen de la arrogancia y la depravación, y un rey Felipe II, paradigma de la crueldad fría y la carencia de sentimientos familiares.
            La guerra por la imagen se perdió, poniéndose así en evidencia, como decía Francisco Ayala, que España se había preocupado, al viejo estilo, de formar soldados y conquistar territorios, pero no había prestado la debida atención al trabajo propagandístico, clave de bóveda de las guerras modernas. Fue así como Inglaterra se nos subió a las barbas y poco a poco acabó con un poder naval que los Estados Unidos se encargaron de dar la puntilla en 1898 con el asunto del Maine. La pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas supuso, por lo demás, el auge de los nacionalismos periféricos catalán y vasco, una vez perdidos los monopolios a los que tanto provecho sacaron.
            Viene esto a cuento porque, por lo que se refiere al conflicto catalán, estamos donde estábamos en materia propagandística, dejándonos desbordar por los independentistas catalanes que hasta ayer mismo han llevado la iniciativa en un intento desesperado de internacionalizar su golpe de Estado, valiéndose, una vez más, del argumento de la España negra e inquisitorial. Por suerte, hoy por hoy, tenemos a Europa de nuestra parte por cuanto que una hipotética secesión catalana podría suponer un auténtico efecto dominó. Pero cuidado con esa carencia que hace que hasta personajes como Maduro nos difamen sin pizca de pudor. Veremos.

                        Juan Bravo Castillo. Lunes, 16 de octubre de 2017    


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