LOS MALES DE LA UNIÓN EUROPEA


            Es muy posible que el gran problema de Europa, lejos de la constante amenaza yihadista, sea la desaparición del espíritu de concordia de los padres fundadores que, escarmentados de tanto error y tanto nacionalismo nefasto, lo dieron todo para volver a sentar las bases del Sacro Imperio de Carlomagno, o sea, Europa, la Europa unida, pese a sus diferencias idiomáticas, culturales y raciales; poner de relieve lo que nos unía –la historia y sus avatares– sobre lo que nos separaba, que también era mucho. Había que empezar por la economía en el Tratado de Roma, que acaba de cumplir 60 años, como así se hizo –primum vivere–, para luego pasar progresivamente a la unión ideológica y política, que impidiera posibles nuevas catástrofes, asunto harto delicado por lo que ello conllevaba de renuncia a la soberanía de los distintos países.
            La deriva, sin embargo, ha sido manifiesta desde el momento que, tras la desaparición de los grandes líderes –Helmut Kohl, François Mitterrand, Jacques Delors, Felipe González–, Bruselas fue cayendo en manos de tecnócratas inmisericordes y de burócratas carentes de ideología y sentido común. Hablamos, claro está, de los años en que la canciller Merkel, con sus imposiciones tiránicas ha generado un abismo difícil de colmar.
            Bruselas, en los últimos veinte años, se ha convertido en una corte de intrigas palaciegas, al tiempo que, con la llegada, que no absorción, de los países del Este, la maquinaria se ha ido oxidando hasta el punto de relegar al olvido los propósitos idealistas de Adenauer. Error tras error, Europa, con la actitud insolidaria de Reino Unido, los populismos amenazantes y, por si fuera poco, la irrupción del ciclón Trump, corre hoy día, quién lo dijera, en gravísimo riesgo de desintegración.
            Pero, independientemente del peligro exterior, y por si faltara algo, observamos un claro deterioro del engranaje interno, con personaje de escasísima valía, como Jean-Claude Juncker y, especialmente, el presidente del eurogrupo, el holandés Jeroen Dijsselbloem –a quien en su día dediqué un artículo en el que desvelaba su verdadera personalidad, un tipo al que sólo le faltaba el uniforme negro de la gestapo y la gorra para darnos qué pensar–; un ambiciosillo socialista holandés, llegado al poder mediante procedimientos harto maquiavélicos, anteponiéndose a De Guindos, y que, ahora, al verse amenazado por los malos resultados de su partido en las elecciones holandesas, se cubre las espaldas asegurando que “los países del Sur se gastan el dinero de la solidaridad de los del Norte en copas y mujeres”. Una generalización absurda, como casi todas las generalizaciones, pero más grave si cabe, dado que no hace más que refrendar el desprecio de los países nórdicos sobre los Pigs del Sur (Portugal, Italia, Grecia y España), indignos, según su mentalidad machista y xenófoba, de figurar en la Unión Europea. Olvida el señor Dijsselbloem que los calvinistas como él tienen mucho que ocultar y bastante que hacerse perdonar, sobre todo cuando vienen al Sur a pegarse la gran vida. Despreciar a países en los que se gestó la cultura europea, ellos que por no inventar no inventaron ni el comercio, y cuya actitud ante el nazismo distó mucho de alcanzar el rango de lo heroico, es para echarse a llorar.
            Tecnócratas como el tal Dijsselbloem, que se niega en redondo a desdecirse de  semejante calumnia, no hacen más que abonar la tierra para que se renueve el ciclo maligno de la historia. Es el problema de esta canallería tan desmemoriada.

Lunes, 27 de marzo de 2017. Juan Bravo Castillo. 

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