HAZAÑAS BÉLICAS


            Como buen nacionalista, Donald Trump añora los viejos tiempos de las hazañas bélicas, las gestas norteamericanas de la Primera y la Segunda Guerras Mundiales, que tan buen rédito supuso a la nación norteamericana y con las que asentó su poder en el mundo, con una Europa devastada y unos Estados Unidos productores de material bélico a escala planetaria.
             Donald Trump, en efecto, como buen nacionalista, y sin duda influido hasta las cachas por la épica mentirosa de los westerns de John Ford, echa de menos aquella época feliz en que los Estados Unidos ganaban todas las guerras que les salían al paso y arrasaban a todos los que se les ponían por delante (en especial a los indios a quienes terminaron prácticamente borraron del mapa).
            Donald Trump, como vemos, es como un niño muy mayor, desbordante de viejas añoranzas, y convencido de que su estatus de presidente de la nación más poderosa del mundo puede o podría proporcionarle la plasmación de sus íntimos ensueños del trabuco y del bazoka.
            Pero lo dramático del caso es que un presidente de los Estados Unidos de América, por muy ebrio de poder que esté, no se dé cuenta de que, por muy machote que se sienta, por muy añorante de las viejas proezas guerreras que esté, su papel en el mundo no es otro que el de velar por la paz de las naciones, como muy bien le habría dicho Roosevelt (aquel gran presidente), y no el de soltar insensateces tan terribles como esa de que “ya es hora de que su país empiece a ganar guerras de nuevo”, con la que, por mucho que enardezca a sus fieles seguidores de la América profunda, no ha dejado sin duda de estremecer al mundo entero, consciente de que este señor no dudaría, como Truman, de apretar el botón de sendas bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, para mayor gloria de su país.
            Ni siquiera el anticristo Hitler llegó a semejante osadía. El cabo austriaco, ebrio también de su poder y su gloria, en ningún momento, de cara al exterior, habló de guerra; al contrario, únicamente exigía que se le reconocieran los viejos derechos del pueblo alemán. Pero Trump, desaforado, no sólo proclama sus aviesas intenciones, sino que incluso anuncia un espectacular aumento de 54.000 millones de dólares en el presupuesto del gasto militar –para mayor gloria de los fabricantes de armas–, ante el gesto escandalizado del sanedrín de prohombres, que no  dan crédito a lo que ven sus ojos. Un incremento de casi el 10% del presupuesto de las cuentas en materia de Defensa, a costa de la reducción radical de ayudas al exterior en materia de colaboración o en combatir el cambio climático en un planeta muy seriamente amenazado.
            Esta pasión bélica del nuevo jerifalte de la Casa Blanca no puede menos, insisto, que aterrorizar a gran parte de la ciudadanía sensata, que ve cómo este hombre, salido del mundo del empresariado más salvaje del orbe, no se para en barras a la hora de reverdecer los laureles de antaño. El problema de la guerra, claro está, es que casi ninguna se resuelve a base de bombardeos sistemáticos, sino que, después, hay que recurrir necesariamente al cuerpo a cuerpo, como en Alepo, como en Mosul, y eso exige cadáveres y féretros, y ahí empieza el reinado del terror, por más que las sucesivas administraciones norteamericanas sean expertas a la hora de ocultar las escenas desagradables, como muy bien se comprobó en el ataque a las Torres Gemelas.
            Decir que el mundo está en manos de un paranoico ansioso de grandezas es poco. Por fortuna son ya muchos los que empiezan a movilizarse contra este enemigo público número uno.

Juan Bravo Castillo. Lunes, 6 de marzo de 2017

            

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