EL NUEVO INQUILINO DE LA CASA BLANCA
Podemos tomárnoslo en broma o en
serio. También Hitler, en 1932, fue tomado por muy amplios sectores germanos en
broma. Pero la experiencia nos dice que hay cosas que empiezan en broma y
acaban en lágrimas. Y es que, a este atribulado mundo actual lo único que le
faltaba es un Donald Trump como máximo mandatario del país más poderoso del
orbe. Lo que diría Roosevelt si levantara la cabeza. Pero ahí lo tienen
ustedes, consagrado en su sillón, ungido, rodeado de ultras y dispuesto a
erigir un muro, otro más, que separe esta vez a los Estados Unidos de su vecino
México –al que tantos territorios le arrebató antaño–; muro que, según anuncia,
para colmo de chulería, será financiado por el propio gobierno mejicano.
El mundo parece, en efecto, haber
enloquecido de súbito, desde el ataque a las Torres Gemelas y las consiguientes
guerras de Afganistán e Iraq. Fue el momento de inflexión. El fanatismo, muerto
o asesinado Arafat, lo ha invadido todo y la cordura se aleja a pasos
agigantados. De la inseguridad generada por el terrorismo islámico se ha
alimentado, y de qué forma, el fanatismo de la ultraderecha, del mismo modo que
la crisis del 29 dio alas al fascismo mussoliniano y al nazismo de Hitler.
En España, siempre en vanguardia de
lo malo, ya tuvimos a un Gil y Gil, o sea, a un minitrump. Su historia ha
quedado ya en el olvido. Pero, lo de Trump adquiere proporciones colosales aplicado
al antiguo alcalde de Marbella. Trump es un personaje rabelesiano infestado de
millones, un producto típico de una civilización acostumbrada a amasar ingentes
fortunas a base de látigo, influencias políticas, argucias, sobornos, pelotazos
y demás brutalidades. Un tendero bastante más hábil que Truman, al que sólo le
faltaba la presidencia de los Estados Unidos para creerse en la cima del mundo.
La primera democracia de la Historia
(después de la griega) ha gestado, fruto de sus propias contradicciones, a un
monstruo dispuesto a cualquier cosa contra aquel que le contradiga o se oponga
a sus designios. Un aprendiz de dictador que podía darnos más días de dolor y
de lágrimas. Un lunático ensoberbecido que desconoce los elementales modales de
la política. Un presidente dispuesto a regir el país más poderoso de mundo como
se dirige un supermercado o unos grandes almacenes.
En vano crece por doquier la
irritación contra él –servicios de inteligencia, intelectuales y artistas,
inmigrantes que lo tachan de racista y de xenófobo, políticos sensatos que
tratan de mostrarse cautos ante las diarias barbaridades que salen de su boca–;
en vano el miedo se extiende como una mancha de aceite –por más que en el país
hayan organismos de control de probada eficacia–; en vano su popularidad
decrece semana a semana, Donald Trump, ya investido, se muestra dispuesto a
machacar todo lo que con gran esfuerzo logró crear su antecesor Obama. Obsesionado
con media docena de ideas que tanto rédito le han dado hasta ahora –controlar
las fronteras, expulsar a los sin papeles, replegarse en la vieja utopía
americana, romper Europa y acabar con la aristocracia demócrata que trató de
cerrarle el paso a la Casa Blanca–, Trump se olvida de que estamos en un mundo
globalizado al que es imposible sustraerse. Sólo falta que empiece a hablar de
su misión sagrada, que se crea un elegido, un nuevo mesías, y que se alíe
–intuimos el porqué– con el segundo dictador, Putin. Podría ser una mezcla
explosiva, el pacto americano-soviético, aplastando a la vieja Europa,
excepción hecha de la Gran Bretaña, que siempre se las apaña para salir
indemne, con o sin brexit.
Juan Bravo Castillo. Lunes, 23 de Enero de 2017
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