EL PRECIO DE LA DIGNIDAD
Agonizante ya la campaña electoral
de elección a rector en nuestra Universidad, los dos candidatos participantes
queman sus últimas naves. Los dos han hablado extensamente de sus propuestas,
uno, el aspirante, de las futuras, porque no gobernó. Otro, el rector saliente,
se presenta paradójicamente con su túnica albar, impoluta, como si las manchas
de aceite y grasa que le afean no existiesen, como si no lo hubiéramos visto
gobernar estos cuatro años. ¿Y qué me dice de los recortes, señor Collado? Todo
lo oscuro de estos años es, claro está, culpa de Cospedal: la espectacular
bajada de alumnos –que a su vez se iban a universidades vecinas–; la subida de
tasas, insoportable para tantas economías de la región. También de eso, claro
está, la culpa es en exclusiva de ella. Pobre María Dolores, ahora a sus hechos
propios le añaden los ajenos.
Ahora, coincidiendo con los últimos
compases de la campaña, y en vista de lo apretado de las encuestas, el rector
saliente, como los antiguos caciques de la Restauración, recolecta adhesiones
videográficas de nuestros queridos compañeros. Hubo un tiempo que creíamos ya
definitivamente extinto en que individuos de pocos escrúpulos, como el difunto
Alfredo Iglesias, acostumbraban pasar listas de firmas para adherir a sus
subordinados a un determinado candidato, llámese Felipe González, llámese José
Bono. Pero a estas alturas volver a lo mismo, señor Collado… Resulta de pésimo
gusto, en este ambiente donde la crítica no sólo no debería ser suprimida, sino
incluso alentada y estimulada, que hoy día sigan pasando estas cosas. Porque no
es malo, reconozcámoslo, que aquel que de corazón crea que debe apoyar a un
candidato lo haga; que razonablemente diga en qué mejora lo que hay, o habrá.
Siempre han quedado chuscos los entusiasmos, las alharacas, los secretarios que
sacan a los toreros a hombros de las plazas. Empieza a ser un poco triste, sin
embargo, que alguien, debido a su nombramiento discrecional por parte de la
Dirección, defienda sus intereses profesionales a cambio de un servicial
discurso donde se alaban los hechos, o se justifican. No queda tan digno, ni
para el peticionario ni para el pedido, las muestras balbucientes donde se lee
con dificultad un texto leído, no escrito, que figura al lado de la cámara.
¿Cómo es posible que luego, ante
nuestros alumnos, hablemos con orgullo de Cincinato, de Fray Luis de León, de
Unamuno…¿ ¿Cómo es posible que intelectuales de dilatado historial académico y
que desde tiempos inmemoriales vienen presumiendo de progresistas, hablando de
los principios de la Revolución francesa, de la dignidad de la resistencia de
la Comuna, ¡de la Revolución rusa!, y después se vendan por un plato de
lentejas?
Vivimos en un mundo que se alimenta
de la imagen mitológica que se ha creado la Universidad, y, sin embargo, no hay
nada más desolador que comprobar cómo, traspasado el umbral de su puerta, la
mayoría de sus grandes principios desaparecen y nos transformamos en una
institución roída por los intereses, sucumbiendo a intrigas palaciegas de unos
Médicis de tres al cuarto.
Cuando ante el espejo nos miremos,
cuando las coartadas morales –“lo hacen todos”, “yo no soy peor que otros”, “es
por el pan de mis hijos”, “no es tan malo”– desaparezcan, tengamos, al menos,
la dignidad de guardar un respetuoso silencio ante otros más dignos que
nosotros y que no sucumbieron a la tentación.
Lunes, 8 de febrero de 2016
Comentarios
Publicar un comentario