EL SENADO, ¡QUÉ GRAN INVENTO!


            Durante los años de la dictadura franquista había gente que aspiraba a alcanzar el puesto de gobernador civil, bien como forma de iniciar una carrera política más o menos meteórica, bien como sinecura para vivir una vida plácida rodeada de parabienes y goces terrenales. Camisa azul, guerrera blanca, brazo en alto y ¡Viva España!
            Algo muy español, desde luego. Ya Cervantes, el gran Cervantes ansiaba, después de la heroicidad de Lepanto, una hermosa sinecura. Cartas de recomendación no le faltaban. Por desgracia para él, y por suerte para la literatura española, se le cruzaron los berberiscos, el cautiverio, Argel, el fracaso en la vida, que a la postre sería el triunfo en la novela. También desde el sombrío despacho de un Gobierno Civil, qué duda cabe, se hubieran podido escribir los versos más tristes una noche.
            Como es natural la democracia no podía quedarse atrás a la hora de crear su propio cementerio de elefantes: poco trabajo, buen sueldo, y ver el sol salir por Antequera en espera de cobrar los buenos emolumentos de la jubilación. Fue así como nació el Senado, de noble nombre. Su función, según la Constitución del 78, era, entre otras, la de ejercer de papel de cámara territorial, contribuyendo a la vertebración autonómica. Pero ¡quiá! La realidad ha sido bien distinta, de ahí que hayan transcurrido lustros y lustros y siga ahí como la Puerta de Alcalá.
            Cementerio de elefantes, insisto, refugio de desahuciados de la política, reposo del guerrero, recompensa por los servicios prestados. Si Cicerón levantara la cabeza…  El informe que publicada el pasado miércoles el diario El Mundo, siempre tan combativo y purificador, no tenía desperdicio. Esos cuatro aspirantes a la presidencia de las comunidades de Aragón, Baleares, La Rioja y Valencia, que, por obra y gracia de los movimientos políticos emergentes, se quedaron sin sillón, y que anunciaron que se marchaban, en vez de ejercer, como era su deber, de oposición, se marcharon sí, pero al Senado, a disfrutar de la paz: Luisa Fernanda Rudí, después de ocupar cargos durante nada menos que 29 años; Pedro Sanz, de La Rioja, presidente durante 20 años; por no hablar de Fabra y de Bauzá. Un status de auténtico lujo. Como los que mantienen el histórico Juan José Lucas de Castilla León, o los ínclitos José Montilla, el del tripartito y el desastre catalán, que cobrará una pensión vitalicia de cien mil euros; Joan Lerma, otro socialista de bolsillo, que lleva nada menos que 36 años ocupando cargos políticos; o el tibio y gris Marcelino Iglesias, otro aragonés de tronío.
            Y eso por no citar más que unos cuantos nombres. Ocho años, insisto, y a la puñetera calle, como hizo Aznar. ¿Tan malo es volver al trabajo? ¿No será que muchos entraron en política, no por amor al pueblo, sino huyendo de una profesión, si es que la tuvieran, caso de Montilla? Una jubilación, insisto, de lujo, manteniendo, en muchos casos un par de sueldos y privilegios de todo tipo, como despacho, secretario, coche oficial e incluso algún que otro asesor de esos que nadie sabe cuál es su función auténtica. Estamos, sin duda, como afirma el citado diario, ante otra de las grandes vergüenzas en un país aseteado por la crisis y, mientras no se corrijan, seguirán siendo un muro para que los políticos recuperen parte del crédito dilapidado. Que un profesional de altísimo mérito se jubile con una modesta paga de dos mil euros netos, en tanto que estos “servidores de la patria” viven a cuerpo de rey es simplemente destestable. ¿También tendrán Podemos y Ciudadanos que acabar con esta lacra?

                                         Juan Bravo Castillo. Lunes, 13 de julio de 2015    

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