LA TRAGEDIA DE LOS ALPES
Nadie excepto el estrecho círculo de
sus colegas, amigos, novia y familia lo conocía. Se trataba de un chico alemán
de veintisiete años, Andreas Lubitz, que, a base de esfuerzo y tesón, había
logrado hacer realidad su viejo sueño de ser piloto de una gran compañía aérea,
la Lufthansa.
Y he aquí que, de repente, su nombre
saltaba a la fama el 26 de marzo, un salto la mar de desdichado, un salto que
ha estremecido al mundo, demasiado acostumbrado, por lo demás, a sobresaltos y
tragedias casi diarias. Pero es evidente que aquí, como en otros aspectos de la
vida, todo parece conjurarse para llevarnos más allá de lo puramente imaginable.
Desde el desastre de las Torres
Gemelas, el ansia febril, y lógica, de establecer medidas de seguridad se
convirtió en una constante a menudo obsesiva, hasta ese punto la amenaza
terrorista está ahí, latente, en cualquier lugar y a cualquier hora. Mas ¿quién podía prever que la amenaza
surgiera desde dentro, o sea, desde los propios encargados de velar por el buen
desarrollo de los acontecimientos? Lo que el accidente del Airbus A320,
estrellado de una forma inmisericorde en el arranque de los Alpes de Provenza
el pasado martes 24, ha tenido de antinatural, sobre todo desde el momento que
el eficaz fiscal de Marsella, Brice Robin, informó al mundo de la clave del
enigma, es justamente lo que acabó de aterrar a cuantos habían seguido el día
anterior con horror la tragedia de ese avión con sus 150 pasajeros
prácticamente desintegrados.
Las especulaciones no duraron ni
cuarenta y ocho horas: una eficacia muy fuera de lo común. El culpable de la
tragedia era ese copiloto, enfermo depresivo, que ese día, de haberse hecho las
cosas bien, nunca debía haber estado en aquella cabina provocando una
catástrofe difícilmente previsible e imaginable. Como Mark David Chapman, en
1980, pero con menos narcisismo y sin El
guardián entre el centeno, la mente del ciudadano ejemplar Andrea Lubitz,
presa del instinto de muerte que decía Freud, dio rienda suelta, a medio camino
entre Barcelona y Düsseldorf, al demonio que habita en lo más profundo de
nuestro subconsciente, y, de una forma premeditada o no –¿qué psiquiatra se
atrevería a explicarlo?–, ejecutó su sencillo plan diabólico cerrándole el paso
a su comandante que había salido un instante al baño.
Tanto se peca por defecto como por
exceso, dice Don Quijote: la propia medida que la compañía Lufthansa había
introducido para proteger a sus pilotos de un ataque terrorista, se volvía en
contra del comandante de la nave, cuya desesperación durante aquellos ocho
minutos en que veía descender el avión en dirección a las montañas no podemos
evocar si aterrarnos. El silencio de Lubitz en la cabina era ya silencio
mortal.
Ahora, cuando todo quede plenamente
esclarecido y la cosecha de dolor asimilada, los expertos impondrán nuevas
medidas en todos los aviones que surcan los cielos del planeta. Pero, lo que
este pobre demente asesino ha puesto una vez más de manifiesto es la
imprevisibilidad de la mente humana en un mundo en que otro Lubitz –se habla de
entre un cinco y un diez por ciento de enfermos depresivos y la cifra no hace
más que aumentar en el mundo civilizado– podría mañana desencadenar una
tragedia mayor en una central nuclear, en un depósito de armas nucleares o en
la presa de un pantano, o en cualquier otro lugar. ¿Cómo combatir esa amenaza?
Juan
Bravo Castillo. Lunes, 30 de marzo de 2015
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