EL DESASTRE DEL EBRO
Circula por la red un escrito de una
conocida personalidad albaceteña lamentándose amargamente de “que no se haya
desarrollado hasta ahora un adecuado y eficaz plan hidrológico que impida
ahogarse a los ribereños del Ebro y permita que el caudal sobrante llegue al
Sur, donde tanta agua falta”. “Es ilógico imaginar –concluye– que unos se
ahoguen mientras otros demandan utilizar el agua que sobra”.
No se puede decir más con menos
palabras, mi querido amigo. La verdad sólo tiene un camino, y ese camino, aquí,
una vez más, se ha visto desbordado por la terquedad de los que ven España con
ojos provincianos y mirada gallinácea, en vez de elevar las miras por encima de
las altas cumbres pirenáicas, y ver el mundo, su mundo, con mirada cosmopolita
y absolutamente exenta de prejuicios.
Siempre envidié a los británicos,
quienes, en un arranque de grandeza, supieron salir del submundo en el que
habían vivido sus antepasados en el Medioevo, para acabar convirtiéndose en el
primer país del planeta, y cuyo primer paso fue sin duda desecar charcas,
marismas y ciénagas palúdicas, hasta hacer de su país un auténtico jardín del
Edén, cuyos paisajes fascinan, y que a lo largo de los siglos han sabido
conservar con esmero.
Justo lo contrario que España, donde
al tiempo que se talaban los bosques de la Meseta para construir barcos que esa
misma Inglaterra se encargaría de mandar al fondo del mar, sin que nadie se
preocupara de repoblar, se hacía de la vieja Iberia, que los primates podían
recorrer de norte a sur sin pisar el suelo, un país yermo y casi desértico,
donde, del verde exultante del Norte se pasaba, sin solución de continuidad, a
la aridez de una Castilla exhausta, y donde sólo se salvaban la costa
mediterránea con sus fértiles huertas y la Andalucía del Guadalquivir.
Pasaron siglos sin que a ninguno de
nuestros gobernantes se le ocurriera hacer un plan racional perfectamente
estructurado donde los excedentes del Norte pasaran a aliviar la perenne sed
del Centro y del Sur. Hubo que esperar a que un gobierno dictatorial, como el
de Franco, abordara esta política con indudable éxito, aprovechando que allí
nadie abría el pico. Justo es reconocer que se hicieron milagros. Pero la
democracia y el Estado de las
Autonomías, por ignorancia, miopía o por tener otras prioridades, dejaron de
lado esa política con las consecuencias que conocemos.
El último gran error fue olvidarse
el Gobierno de Zapatero del trasvase del Ebro ideado por Aznar, con la excusa
de las desalinizadoras que nunca se hicieron. Gran error del que nos venimos
acordado, y de qué modo, estos días. Y es que, mientras sigan primando en este
país los particularismos y cada provincia o región piense que el río que pasa
por allí es de su exclusivo patrimonio, mientras no haya un Gobierno con
arrestos, no habrá nada que hacer salvo oír los lamentos y el crujir de
dientes, y, por supuesto, sacar la cartera. Y eso que el cambio climático no ha
hecho más que empezar.
Nos pasamos la vida abordando
trivialidades, y nos olvidamos de algo tan esencial como es que el agua es el
petróleo del futuro, y casi del presente, que España es un país agrario que un
año sí y otro no se muere de sed, y que, una vez resuelto, en parte, el tema de
las comunicaciones, este de resolver el problema angustioso de la sequía y
evitar, de paso, los desastres de las inundaciones debería ser prioritario.
Juan
Bravo Castillo. Lunes, 16 de marzo de 2015
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