UNA MUERTE ANUNCIADA
Aunque no por esperada menos triste,
la muerte de Gabriel García Márquez, premio Nobel de 1982, supone una pérdida
irreparable para la literatura latinoamericana, de la que este colombiano
precoz fue estandarte y buque insignia durante años.
De
él lo sabemos todo, o casi todo, pero hay detalles plenamente significativos de
una genialidad forjada en plena juventud y que muestran hasta qué punto el
genio nace, pero también se hace. Hijo mayor de una prole de doce hermanos, fue
criado a partir de los ocho años por sus abuelos en su ciudad natal, Aracataca,
antes de seguir sus estudios en San José de Barranquilla. Pero, para entonces,
su vocación literaria había quedado trazada gracias a la influencia de ese
personaje tutelar en su vida y en sus ficciones, que fuera su abuelo. Él mismo diría
que, después de su desaparición, nada importante le volvería a acaecer en la
vida. El espacio de la infancia, como vemos, fue esencial para la elaboración
de su universo de ficción. Aquella familia, en medio de la que creció, se
encargaría de perpetuar la tradición oral local, en la que se mezclaban
leyendas y supersticiones de diversos orígenes.
Lo
que vendría después, estudios, primeros exilios, viajes incesantes, vida
bohemia, iniciación al periodismo, amistades en Barcelona con lo más granado de
lo que sería el célebre boom ideado
por Carlos Barral, y, sobre todo, el descubrimiento de los grandes autores
norteamericanos y anglófonos que habían revolucionado la narrativa mundial,
como Joyce, Faulkner, Hemingway, Dos Passos o Kafka, no haría más que
consolidar aquel universo idílico en el que crió. Su primera novela, La hojarasca (1955), ya permite entrever
el mítico pueblo de Macondo, un pueblo lejano y solitario en el que se dan
todas las circunstancias para que se produzcan los hechos más extraños. En
París, en 1957, en medio de enormes dificultades financieras, concluye El coronel no tiene quien le escriba,
novela publicada en 1961. Pero lo mejor, como casi siempre, estaba por venir,
cosa que le ocurrió durante un trayecto entre México y Acapulco: de repente,
como una revelación, se presentó ante sí el entramado mítico de lo que sería Cien años de soledad, novela inscrita en
la tradición de los libros de caballería en la que trabajó incesantemente
durante dieciocho meses, y que, en 1967, se convertía en el gran éxito mundial,
saludada por Carlos Fuentes como “la más importante novela española después del
Quijote”.
Ocho
años más tarde Márquez publicaba El otoño
del patriarca, novela condicionada por El
recurso del método de Carpentier, que había aparecido un año antes y que,
como ella, trataba el tema del dictador latinoamericano. Siguió entonces un
período de intensa actividad como periodista comprometido, poniendo su pluma al
servicio de las grandes causas políticas de la izquierda y de la defensa de los
derechos del hombre. En 1981 retomaba su carrera novelística con Crónica de una muerte anunciada, novela
extraordinariamente bien construida, hasta el punto de que somos muchos quienes
la consideramos su obra más perfecta. Y esa misma década daba a la luz El amor en los tiempos del cólera (1985)
y El general en su laberinto (1989),
con la que iniciaba una perceptible decadencia. Obras muy a tener en cuenta son
asimismo Memorias de mis putas tristes (2004)
y Vivir para contarlo (2004), primer
volumen de sus Memorias. Su coronación, en 1982, con el Nobel supuso un
espaldarazo no sólo para su consagración artística, sino también para el
quehacer de tantos escritores hispanoamericanos que habían empezado a
transformar la realidad con el impulso de sus ensoñaciones.
Juan
Bravo Castillo. Domingo, 20 de abril de 2014
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