FRANCISCO: UN AÑO DE PONTIFICADO
De Juan Pablo II a Benedicto XVI
concluyendo en Francisco –a secas–, la Iglesia ha dado un paso de gigante,
justo cuando habíamos perdido la esperanza de reencontrarnos con el verdadero
espíritu evangélico predicado por Juan XXIII y Pablo VI. La llegada de este
argentino venido de allende los mares trajo hace un año al Vaticano el calor
que se había perdido en medio de tanto protocolo y tanta teología.
Con el Papa Francisco ha llegado a
la Iglesia la tan ansiada sencillez y un toque de esperanza que nadie con un
mínimo de sensibilidad puede poner en cuestión. Hace unos meses, Francisco
escuchó a una persona acusarlo, por su discurso sobre los pobres y la pobreza,
de comunista, nada menos, y aquello se le quedó grabado. La respuesta del
Pontífice fue brillante e inspirada: “Estar del lado de la pobreza es la bandera del Evangelio, no del
comunismo”. Tan grave acusación es prueba flagrante de la confusión de
amplísimos sectores de gentes reaccionarias, muy dadas a confundir el culo con
las témporas, hasta el punto de que si Jesucristo se reencarnase de nuevo,
ellos serían los nuevos fariseos que terminarían crucificándolo de nuevo en el
Gólgota.
Acusaciones como ésa son claramente
denotativas de las tremendas dificultades con las que a diario ha de habérselas
este hombre tan henchido de Dios y que, como tal, corre un serio riesgo de
pasar por las mismas ordalías que sufrió Cristo desde el momento en que afirmó
que su reino no era de este mundo. Los judíos esperaban a un mesías muy
distinto del encarnado por Jesucristo. La Iglesia se había apartado tanto del
verdadero espíritu evangélico, que harán falta muchos años de reinado de este
gran hombre para recobrar sus esencias. Entregarle a los pobres lo que es de
los pobres: tal parece ser su verdadera misión.
Su labor callada al frente de la
Comisión Cardenalicia con su portavoz Óscar Andrés Rodríguez Madariaga,
arzobispo de Tegucigalpa –el hombre que más de una vez soñamos en que un día
saldría elegido Papa–, permite alcanzar un grado de optimismo sobre la
erradicación de los grandes males de la Iglesia, en especial el vergonzoso tema
de la pederastia, el de la reorganización de las finanzas o el no menos arduo
del sometimiento de la Curia Romana. Una labor, qué duda cabe, no sólo ardua,
sino también tremendamente peligrosa, como quedó de manifiesto con la muerte de
Juan Pablo I, todavía, lamentablemente, sin aclarar.
Mientras esperamos sorpresas,
agradables sin duda, el Papa Francisco nos deleita a diario con su ejemplo, con
sus gestos, con su palabra, auténtico bálsamo para los afligidos. Nos llegó al
alma aquel hondísimo “¡Vergogna!” condenando la tragedia de la isla de Lampedusa.
Nos fascina su extraordinaria vivacidad de obispo luchador, pese a su edad y su
gruesa constitución, con sus zapatones negros usados, su carterón negro bien
agarrado, en el que, según propia confesión, lleva la maquinilla de afeitar, la
agenda, el breviario y el testamento de su abuela Rosa. Un luchador infatigable
al que te imaginas dándolo todo como esos santos de antaño.
Tenía que venir del Nuevo Mundo la
Palabra de Dios a ese viejo museo del Vaticano, donde Francisco se niega a
vivir por pura coherencia. Viendo a este hombre, escuchando su palabra que
brota cual manantial, contemplando su rostro y sus gestos rebosantes de
inmediatez y de serenidad, uno no puede menos de añorar esa fe que es un
auténtico lujo en nuestros días, en medio de una sociedad pragmática y
positivista donde un puñado de familias opulentas viven indiferentes y ajenas a
la miseria generalizada.
Juan Bravo
Castillo. Domingo, 6 de abril de 2014
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