EL FINAL DE LOS PANERO
Con la muerte el pasado jueves de
Leopoldo María Panero se cierra la convulsa historia de los Panero,
puntualmente llevada a la pantalla por Jaime Chavarri y Ricardo Franco en
sendas desgarradoras películas El
desencanto y Después de tantos años. En
septiembre del pasado año fallecía Juan Luis, dejando irremisiblemente solo a
Leopoldo María, aquel jovencísimo poeta que Castellet incluyera, en 1970, como
una de las firmes promesas de la poesía española, en su célebre antología de
los Nueve novísimos.
A diferencia de sus compañeros de
generación Panero optó por el malditismo, siguiendo la huella de los François
Villon, de los Rimbaud, de los Verlaine. La destrucción o la muerte, por no
hablar de la destrucción y la muerte. Su primer poemario, Por el camino de Swann, publicado en Málaga el emblemático año de
1968, coincidía con su primer intento de suicidio, con su ingreso en el Instituto
Frenopático de Barcelona y con su paso por la prisión de Carabanchel después de
que lo detuvieran en Madrid junto a Eduardo Haro Ibars por consumo de marihuana
y le aplicaran la Ley de Vagos y Maleantes.
Nacido
en Madrid en junio de 1948, Leopoldo María Panero fue sin duda una de las
figuras más sorprendentes de los poetas
novísimos, con el también fallecido Manuel Vázquez Montalbán, por la
radicalidad de su lenguaje, en especial en sus dos primeros libros, el ya
citado Por el camino de Swann y Así se fundó Carnaby Street, publicado
en 1970. Su vida misma confina con la experiencia de los límites cuando escribe
sus diversos poemarios durante el curso de sus estancias en diversos hospitales
psiquiátricos, en especial, en el de Mondragón.
Aun cuando su obra no comporte
referencias a Jean Genet –escritor maldito donde los haya–, Panero compartía
con el escritor francés una visión completamente desmitificadora de la
normalidad social. Para comprobarlo, no hay más que ver el tratamiento que el
poeta da a los temas fundamentales de la poesía. La infancia, por ejemplo, no
es para él el verde paraíso proustiano que tantos añoran, sino el aprendizaje
del mal. En su opinión, para el individuo no hay otra salida pensable más allá
de la muerte. Su poesía, si algo pretende ante todo, es desenmascarar los
diversos modos de impostura, empezando por la irrealidad innata de las
relaciones sociales.
Receloso, a diferencia del típico
creador, de cuanto pudiera parecer como una evasión, en particular el sueño y
la escritura, para él esta última carecía de utilidad en tanto en cuanto no se
fijara una función subversiva; llegando a convertirse ésta, con el tiempo, para
él, en un ejercicio esquizofrénico. No hay momento en su vida en que no
recurriera al mito de Narciso para encarnar, más que una conciencia
desesperada, una escapada refundacional en la alteridad.
Tras una primera compilación de su
obra en 1985, Panero publicó numerosos poemarios que no hacían más que
confirmar su adhesión a la negatividad de la escritura, entre los que figuran: Narciso en el último acorde de las flautas (1979),
Poemas del manicomio de Mondragón
(1987), Guarida de un animal que no
existe (1998), Esquizofrénicas o la
balada de la lámpara azul (2004), Sombra
(2008), y, junto a ellos, el estremecedor relato Papá, dame la mano que tengo miedo (2005).
Con su rostro estragado de anciano
absorto en su mundo de quimeras, siempre apegado a su cigarrillo a modo de faro
de salvación, Leopoldo María Panero, el
penúltimo maldito español, partía esta semana en pos de su admirada Ana María
Moix, fallecida ella también la semana pasada. Malos tiempos corren para la
lírica.
Juan Bravo Castillo.
Domingo, 9 de marzo de 2014
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