TREINTA AÑOS SIN BUÑUEL



            Aprovechando el ocio estival releo ese hermosísimo libro de Luis Buñuel que es Mi último suspiro, medio autobiografía, medio libro de memorias, en cualquier caso una obra para disfrutar, para aprender, para conocer a fondo a este genio aragonés, maestro del surrealismo y gloria de España.
            Y, aunque en ese mismo libro abomina de cualquier tipo de ceremonia conmemorativa, rechaza las estatuas y hace un canto al olvido –yo solamente veo dignidad en la nada–, no podemos menos de, con este aniversario, exaltar su figura como ejemplo para las nuevas generaciones.
            Que allá por los años veinte coincidieran en la mítica Residencia de Estudiantes cuatro genios de la talla de Lorca, Dalí, Buñuel y Alberti, muestra bien a las claras el grado de excelsitud que había alcanzado la cultura española en aquella nueva edad de oro, que todo hacía presagiar que podría haber llegado a asimilarse a la Florencia de los Médicis, de no ser por el golpe de Estado de los generales encabezados por Franco, que de nuevo dejaron España convertida en un solar.
            Amigo íntimo del andaluz Lorca y del catalán Dalí, Buñuel, aragonés de pura cepa, como Goya, como Labordeta, en todo momento actuó de contrapunto de los dos primeros, más genios, sin duda, pero menos abierto al mundo que él. Porque si algo sorprende de Buñuel es su tremenda mundología, su capacidad de movimiento en una época como la que vivió, y, por qué no, su suerte.
            Tras sus años en un Madrid plagado de intelectuales, en plena confluencia de la generación del 98 y la del 27, influenciado por el genio de Valle Inclán, Gómez de la Serna y Pérez Galdós, Buñuel, a quien España se le empezaba a quedar pequeña, se traslada a París en 1929, el París de la Closerie de las Lilas, de la Rotonde y de la Coupole, el París inigualable de Picasso, los surrealistas, el París de la época del Jazz, de Gertrude Stein, y hasta poco antes, de Hemingway, de Proust, Joyce y Scott Fitzgerald.
            Su tarjeta de presentación fue esa obra maestra del surrealismo cinematográfico que fue Un perro andaluz, gracias a la cual un buen día se encontró reunido como uno más en el café Cyrano con la flor y nata del surrealismo militante francés, nombres míticos que con sólo citarlos ponen los pelos de punta: Max Ernst, Breton, Paul Éluard, Soupault, Tzara, René Char, Aragon, Man Ray, Tanguy, Magritte, Benjamín Péret, y un larguísimo etcétera en el que podían incluirse el propio Picasso, Cocteau, Le Corbusier.
            La Edad de oro supuso la confirmación de su genio y de su carácter rompedor y provocativo. Entonces, una vez más, la suerte se alió con él, encarnada en el delegado general de la Metro. Hollywood a sus pies. El aprendizaje cinematográfico que le faltaba. En 1936, la guerra civil cortó su carrera, pero su vida adquirió una intensidad todavía mayor si cabe. París de nuevo. Estados Unidos. La lista negra. Y por fin México, donde viviría desde 1946 a 1961, convirtiéndose en ese gran maestro del cine, que, posteriormente, de vuelta a Europa, realizaría, una tras otra, sus grandes obras desde Viridiana a Tristana, pasando por El ángel exterminador, Belle de Jour, El discreto encanto de la burguesía, Ese oscuro objeto de deseo, etc. Culminación de un quehacer que quedaría reconocido en esa célebre fotografía hecha en casa de Georges Cukor, en 1972, en la que aparece, como uno más, junto a los grandes de su época: Hitchcoock, William Wyler, Billy Wilder, Mamoulian, Wise, etc.  


           

                                                   Albacete, 4 de agosto de 2013          

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