LAS LIBRERÍAS: ESPACIOS MÁGICOS, ¿HASTA CUÁNDO?


                


            Uno de mis mayores disgustos fue cuando, hace seis años, en una de mis correrías parisinas por las librerías de mi adolescencia buscando novedades, me encontré con la desagradable sorpresa de que una de las más clásicas, que tantos momentos de asueto me había proporcionado, la de las Prensas Universitaria Francesas (PUF), en la plaza de la Sorbona, esquina Boulevard Saint Michel, se había convertido, como por ensalmo, en una tienda de ropa. Yo, que creía que esas cosas solamente ocurrían en países tercermundistas, y jamás en la dulce Francia, me aterré, hasta que comprendí que era el signo de los tiempos, como signo de los tiempos había sido ver la casa acolchada de Proust en el boulevard Hausman, donde éste escribió los últimos volúmenes de En busca del tiempo perdido, convertida en un banco, y como había tenido que acostumbrarme a ver fenecer a los viejos bouqinistas del Sena.
            Hoy, en España, estamos asistiendo a la actuación heroica de los libreros, azotados no sólo por los malos vientos de la crisis –que ha reducido sus ventas casi en un 40% desde el inicio de esta plaga en 2008–, sino también por la irrupción de las nuevas tecnologías y por la pérdida del interés de la lectura por parte de amplias masas de jóvenes, presa del vicio de Internet, y pegados como lapas a las pantallas hasta caer en un solipsismo de nueva planta.
            Algo nos dice que el libro está en serio peligro. En apenas tres semanas se han cerrado en Barcelona –la vieja patria del libro y de las grandes editoriales hasta el advenimiento del furor nacionalista– dos clásicas librerías: Catalònia y Proa Espais, del mismo modo que hace unos meses caía, en Madrid, la célebérrima Hiperión, librería donde casi cualquier libro de poemas publicado en casi cualquier rincón de España tenía sitio. La crisis económica no perdona. Cabe el consuelo de que, como ocurre en otros sectores, aquí y allá, en las grandes ciudades, surjan macrolibrerías, como La Central, en Callao (Madrid), hermana de La Central en la Barcelona de los 90, donde raro es el que no sale con un libro, pero donde también se puede asistir a una representación o quedarse uno a tomar un café.
            Adaptarse a los nuevos tiempos, tal es la consigna de los libreros. A una librería que se precie, hoy día se le exige, y eso lo sabe bien nuestro amigo Ángel Collado, regente de la Popular, organizar presentaciones de libros –como el que ayer mismo le presentaba a Nicasio Sanchís Pedro Piqueras–, erigirse en foco de encuentros y de cultura. Pero, aun así, queda margen para la nostalgia; aquella librería Cervantes abierta por el insigne don Francisco del Campo Aguilar en la calle Marqués de Molíns con los duros que ganó en un sorteo de la lotería, y que el viento, como tantas cosas, se terminaría llevando, como se llevó la de Noé Garrido, en la calle Mayor y la de Albacete Religioso.
               Decía Lampedusa –autor de esa obra monumental que es El gatopardo– que uno de los mayores placeres del hombre culto es perderse por las callejas de una ciudad desconocida en busca de librerías de lance donde poder encontrar, con la ayuda de Dios y tras el correspondiente buceo, la joya tanto tiempo añorada; en una de esas librerías te podías encontrar, además, en cualquier momento, con el escritor famoso, el catedrático insigne o incluso entablar alguna que otra amistad duradera. Eso mismo ocurrió en el Madrid o en la Barcelona de los cincuenta, sesenta y setenta, donde, en las librerías de la Cuesta Moyano o en las de la Rambla o el Barrio Gótico, podías tropezarte con Pío Baroja, Azorín, Ortega, en la capital; o con Marset, Castellet, Carlos Barral, Gil de Biedma, y tantos y tantos, en la ciudad condal. ¿Conseguirán los nuevos tiempos hurtarnos también ese placer a los amantes de los libros? Esperemos que no.

                                          Juan Bravo Castillo. Domingo, 3 de febrero de 2013
            

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