ADIÓS A BENEDICTO XVI

¿Mirando para otro lado?



            La renuncia del papa Ratzinger al sitial de San Pedro –uno de esos secretos mejor guardados– nos ha cogido a todos por sorpresa, tanto más cuanto que se consideraba el papado como algo vitalicio, salvo excepciones de mucho peso. El caso del papa Celestino V, en 1294, sacado a colación estos días, no fue sino una lejanísima anécdota perdida en los albores de la Edad Media.
            Es lógico, pues, que esa renuncia haya desencadenado todo un cúmulo de comentarios, artículos, interpretaciones más o menos fantasiosas, por parte de quienes tratan de sacarle punta a todo. Y ello, pese a que él reiteradamente ha dicho que se va porque le faltan las fuerzas ante la inmensa tarea que conlleva hoy día su misión pastoral. ¡Qué lejos aquellos tiempos en los que, para ver al Papa, había que viajar al Vaticano! 
            Su renuncia,  aun cuando pueda haber influido poderosamente en ella el cúmulo de circunstancias que le ha tocado vivir más allá de sus cuantiosos achaques –las cada vez más evidentes escisiones en el colegio cardenalicio, las cotidianas intrigas vaticanas, e incluso la tan comentada traición de su asistente–, me recuerda, particularmente, la de nuestro emperador Carlos V, el hombre más poderoso de su tiempo, que, en 1556, después de intentar domeñar un mundo irremediablemente dividido por culpa de las guerras de religión, abdicaba, sin que le dolieran  prendas, en Bruselas, con sólo 56 años, dejando a su hermano Fernando el Imperio alemán y las posesiones de los Habsburgo en Alemania, y a su hijo Felipe, España y su Imperio colonial, Italia y las posesiones de los Borgoña (Países Bajos, Luxemburgo y Franco Condado). Tolerante y humano, se refugiaba en Yuste –donde moriría dos años más tarde–, incapaz de vencer la oleada de fanatismo religioso que el Protestantismo desatara en Europa.
            No fue nada agradable ver a Juan Pablo II arrastrarse literalmente, sufriendo como un perro, hasta beber hasta las heces el cáliz que, en su opinión, le había destinado Dios. Un Papa “muere en la cruz”; tal fue su dogma. Pero es evidente que Benedicto XVI, que, al parecer, en ningún momento, y pese a los comentarios suscitados en la época de su elección, aceptó el peso de la púrpura con alegría, sino más bien como una inmensa carga, ha optado por algo que a la inmensa mayoría nos parece perfectamente lógico y natural. 
            Todo mandato que se prolonga en el tiempo resulta cuestionable; de ahí ese ejemplo tan magnífico como el ofrecido por los presidentes de los Estados Unidos, que no pueden pasar, como es sabido, de los dos mandatos. Eso se llama higiene política, profilaxis.   
            Es posible, con todo, que las razones, por lo que respecta al papa Ratzinger, no hayan sido tan nítidas como él mismo nos quiere hacer ver (desde la extraña muerte de Juan Pablo I, la imagen vaticana quedó seriamente tocada), pero, de lo que no cabe la menor duda es que a menudo Dios escribe con renglones torcidos, y es evidente que el mundo hoy día necesita, como diría Voltaire, menos teología y más evangelismo stricto sensu. El sufrimiento de las clases humildes se torna cada vez más intolerable y la corrección de las innumerables injusticias entre las que vivimos exige, además de la oración, gestos decididos. Es posible que esta vez –aunque reconozcamos que hay mucho de utópico en mis deseos– el Espíritu Santo acierte de pleno y el sucesor de Benedicto XVI sea ese revolucionario que imprima un sesgo nuevo al devenir de un mundo irremediablemente pútrido y envejecido.

                    Juan Bravo Castillo. Domingo, 17 de febrero de 2013                          

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