AL CABO DE LA CALLE



            El estado de espíritu de la población está bajo mínimos. A escándalo por día es difícil mantener la moral de una población con seis millones de excluidos y con el miedo instalado en todos y cada uno de los intersticios de la población.
            Mientras en España no se empiecen a dar escarmientos ejemplares, careceremos, por completo de credibilidad en Europa, en el mundo y aún más en nuestra propia casa. Somos ya, a qué negarlo, una de aquellas repúblicas bananeras centroamericanas que tanto fustigamos antaño; una república bananera en la que, en tanto que unos cuantos se reparten la pitanza a manos llenas, millones de desempleados –muchos de ellos, gentes que confiadamente votaron a Rajoy hace unos meses esperando que éste los sacara de apuros– ni siquiera encuentran una escalera que barrer, un empleo miserable con el que subsistir y evitar el descalabro final.
            Pero, no, quiá, ni siquiera las migajas. Personajes a quienes al parecer debemos la vida por el simple hecho de habernos librado del cáncer socialista, como Esperanza Aguirre, los Aznar, los guapos de turno, los Ignacio González –a quienes, ¡pobre de él!, en palabras de Aguirre, ni siquiera le dejan comprarse en paz un ático de 800 metros en la zona noble de Marbella–, los Güemes y los Fabra, enlazados por vínculos sagrados, parece faltarles tiempo para acaparar aquí y allá prebendas y sinecuras. Y ahí los tenemos día a día, mordiendo el bocado, con la sonrisa perenne en los labios –una sonrisa que a Rajoy tiene que poner de los nervios–. Que ayer se demostrara, por fin, que Bárcenas, antiguo tesorero del PP, tenía 22 millones de euros a buen recaudo en Suiza, ¡qué importa!, cuando ese señor ya no es del partido. Ninguna razón para dejar de reír.
            Dos espadas penden sobre la cabeza de Rajoy, que en un par de años puede llegar a batir el récord de Zapatero de caída libre: una la cifra de seis millones de parados, que ya es un hecho, por más que se pretenda ocultar. La otra, el descenso por debajo del 30 % de apoyo electoral. Ya no se puede seguir recurriendo a la vieja herencia, al maldito legado zapateril. Ahora valdría más empezar a poner orden en esa plaga de acólitos que, como fieras sedientas, le han cogido gusto al poder, hasta el punto de creer que es patrimonio exclusivo de ellos.
            Hay algo en la vida, más allá de la decencia, que es la ética y la estética, cosas que fallan cada vez más en un mundo donde el sufrimiento y la desesperanza cunden por doquier. Que siga habiendo gentes convencidas de que por haber detentado el poder algunos años, ellos y los suyos –y si no que se lo digan al otrora honorable Pujol, o al no menos honorable Bono, o al señor Aznar– tienen patente de corso, mientras nuestros hijos, los hijos de casi el 60% de la población española, nuestros preparados hijos, tienen que dejar su casa y su patria para hacerse un humilde hueco, porque aquí, en España, no tiene amparo quien no tiene buen padrino, es para desesperar.
            ¡Qué lejos queda aquel dogma, esencial en la democracia, de la igualdad de oportunidades! ¡Qué fracaso histórico el nuestro! De seguir así las cosas, y nada parece que vaya a cambiar el rumbo de la historia, España, en muy poco tiempo más, alcanzará niveles de desigualdad propios de países africanos! Y quien piense que exagero, que salga a la calle y palpe cómo está el ambiente. ¿Hasta cuándo Rajoy podrá detener el estallido social en ciernes? Con palabras y promesas dentro de muy poco ya no le será posible. Hace falta hechos contundentes y algo más que esperanza.


                                         Juan Bravo Castillo. Domingo, 20 de enero de 2013        

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