EXIGIR DIMISIONES


 
            Tradicionalmente se ha dicho que la verdad sólo la dicen los locos y los niños. A esos dos gremios habría que añadir un tercero: el de aquellos que saben que a punto están de traspasar la línea divisoria entre la vida y la muerte, el de aquellos que se saben condenados y no les importa quitarse la máscara con la que la sociedad nos obliga a vivir. En este último gremio se podría incluir a Antonio Gala.
 Gala, ese lenguaraz sin freno que siempre dijo verdades como puños desde su ilustre “Tronera” de El Mundo, tras la enfermedad que por un momento temió que no podría superar, se ha decidido a dar un paso más allá en su vicio socrático de hablar sin tapujos. Buena prueba de ello la tenemos en la entrevista que Borja Hermoso le hizo el pasado domingo en las páginas de El País, entrevista en la que, sin pelos en la lengua, se despachaba a gusto contra la retahíla de gobernantes que nos ha tocado en suerte, o, más bien, que le ha tocado a esta atribulada España. “Da la impresión –afirma– de que este país está gobernado por una colección de tontos que se han reunido para jugar a algo, a las cartas, o al dominó, y no saben las reglas. Y luego –añade– está el pobre Rajoy, que a mí siempre me dio risa, pero ahora me da pena porque no sabe qué hacer. La verdad – apuntilla– es que estamos gobernados por una pandilla de gilipollas”.
Palabras propias, sin duda, de un anarquista, pero de un anarquista del espíritu, un intelectual –uno más– desengañado, apesadumbrado y triste, muy triste, de ver lo que unos cuantos mentecatos ignorantes e incapaces han hecho de nuestra querida España –¡Qué buenos vasallos si tuvieran buen señor!
Uno de los errores más grandes de nuestro país es su forma de tratar el mérito y el demérito. De la misma forma que la inteligencia y la capacidad deberían estar premiadas y reconocidas en su justa excelencia, asimismo la incapacidad y la nulidad deberían ser castigadas en su justo precio, y más aún tratándose de gobernantes, por más que éstos hayan sido elegidos por cuatro años.
Casos tan sangrantes como el de Paulino Rivero, presidente de la Comunidad Canaria, o el de Carlos Fabra, presidente de la Comunidad Valenciana, deberían ser ejemplos ilustrativos de lo que afirmo. Si a usted le confían una casa, una finca, una propiedad, y doy lugar a que arda por los cuatro costados, lo más que puedo hacer es marcharme por pura decencia y decoro. Y es que, si lo ocurrido en Valencia en julio fue un desastre sin paliativos propio de la ineficacia más absoluta, lo que desde hace más de doce días estamos viviendo en La Gomera –junto a Tenerife y La Palma pocos días antes – es para echar a estacazo limpio al responsable de tamaña calamidad. Ver cómo el presidente canario se las tenía tiesas, primero con el ministro de Industria Soria y después con el de Agricultura, Pesca y Medio Ambiente, Arias Cañete, haciéndose mutuamente reproches mientras ardía el parque nacional de Garajonay, patrimonio de la Humanidad, además de varios entornos dentro de la Red Canaria de Espacios Naturales Protegidos, da náuseas.
A estos señores de corbata impoluta se les paga para que gobiernen, y en casos como el que nos ocupa, ello exige sentido de la coordinación, inteligencia y sangre fría. Menos palabras y muchos más hechos. Pero es evidente que estos tipos han llegado a la política como podría haberlo hecho Perico el de los Palotes. Su dogma, como ha quedado de manifiesto, es aquel de “muerto el perro se acabó la rabia”, y, como tal, el incendio se acaba, como decía Bush, cuando se acaban los pinos. Hay que echar, pues, a estos burócratas de pacotilla que están haciendo de España la “corrala” y el “corralito”. De lo contrario vamos a llorar muchos. Con estos compañeros de viaje no vamos a ninguna parte.

                                       Domingo, 19 de agosto de 2012

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