EL LIBRO: TEMA CANDENTE
Hace un par de años, Umberto Eco y Jean-Claude Carrière publicaban el
volumen titulado Nadie acabará con los libros, que no pudo menos de
ponernos en guardia frente a una realidad amenazante, que año tras año se torna
más fehaciente, sobre todo para los que hemos hecho de los libros una razón
vital.
Recuerdo con verdadera añoranza cuando, en 1982, en Maguncia, junto a otros
compañeros de congreso, gocé del privilegio de imprimir personalmente, en la
viejísima imprenta de Gutenberg, la primera página de la primera Biblia que él
imprimió. Aquello, más que una máquina de imprimir, parecía una mesa de
matarife, pero la página que salió de allí era una maravilla.
Conservé muchos años aquella página como un amuleto, entre los más antiguos
libros de mi biblioteca. Gutenberg cambió el mundo con su invento, y para
quienes amamos los libros, Gutenberg fue un dios. Vivir entre libros ha sido el
lujo más grande del que ha podido gozar un hombre. Frente a quienes han optado
en la vida por acumular bienes, dinero u objetos, están los que hemos preferido
invertir en construir nuestro propio universo de papel, volumen tras volumen,
hasta conformar una biblioteca de Babel, ladrillo a ladrillo –que diría el
viejo Sartre–, cada uno con su fecha y lugar de adquisición, cada uno ligado a
un momento crucial de nuestra vida. Y allí los tenemos, como amigos que esperan
ser consultados, o releídos, a simplemente acariciados; amigos fieles,
conciencias latentes, que desde el silencio te susurran; millones de palabras envasadas,
cual océano profundo de sabiduría.
Dice Baudelaire, en su hermosísimo poema “Correspondances”, que el hombre pasa
a través de una vasta selva de símbolos que le miran y que sólo unos pocos
elegidos son capaces de interpretar. Los que vivimos en medio de los libros, al
menos tenemos conciencia de que un día podríamos gozar de la videncia
imprescindible para descifrar esos cientos de símbolos que son como mojones por
los que transcurre nuestro incierto destino. En medio de los libros, no hay
soledades, y sí infinita ciencia. Montaigne, mientras escribía sus Ensayos en
su torre cerca de Burdeos, vivía rodeado de frases y apotegmas extraídos de sus
amados clásicos que le servían de motivo de inspiración. Algo parecido era el
tugurio parisino de la calle del cardenal Lemoine donde Hemingway ejercía, con
el despertar de las golondrinas, el ejercicio de la escritura.
Sin los libros no somos nada, carecemos de memoria. Uno de los días más
terribles de mi vida fue aquel en que un sargento chusquero, en el Estado Mayor
de la Base de
los Llanos, me prohibió leer novelas. “Pero si no hay nada que hacer, mi
sargento”, alegué. “Sí, pero hay que estar preparado para cuando lo haya”,
sentenció aquel descendiente de los viejos inquisidores, enemigos de los
libros.
Hasta ese momento, creí que la amenaza venía del fanatismo reaccionario; ahora,
sin embargo, constatamos con verdadero pavor que el peligro viene de donde
menos podíamos imaginar. El libro electrónico extiende sus alas; una maquinita
sabelotodo, ideada por los tecnólogos de internet ha puesto en tenguerengue
nuestras viejas convicciones. Bastará darle a un botón para que surjan ante
nuestra mirada los cánticos de La divina comedia o del Ariosto. La
ciencia, el robot y la tecnología amenazan todo un estilo de vida sublime y
elevado. Y, aunque Carrière y Eco sigan confiando ciegamente, por razones
obvias, en el libro impreso, que, en su opinión, convivirá pacíficamente con el
electrónico, la realidad no deja de ser preocupante. Y es que, pocas veces un
invento tan minúsculo, puede llegar a acabar con un estilo de vida, que ha sido
y es sin duda la conquista más elevada del espíritu humano. Por el momento, sin
embargo, seguiremos celebrando, como si nada, el día del libro, con todo su
esplendor.
Juan Bravo Castillo. Domingo, 22 de abril de 2012
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