LA NECESIDAD DEL EJEMPLO
Aquí no hay más remedio que cortar cabezas si se quiere
restablecer la ejemplaridad.
Hay semanas, como esta que hoy acaba,
por las que hay que pasar tapándose la nariz con los dedos para no oler el
asqueroso relente que se respira en el país, o bien metiendo la cabeza bajo el
ala y olvidándose de todo y de todos.
Creo no escandalizar a nadie si digo
que este país huele a podrido. Uno tras otro, quienes tenían que dar ejemplo de
honestidad, de austeridad y de escrupulosidad, fallan reiteradamente, y el
pueblo, castigado injustamente, asiste estupefacto al bochornoso espectáculo de
la indecencia rampante, de la picaresca de guante blanco.
Y es que, si lamentable es ver al ex
presidente de la Generalitat valenciana, Francisco Camps, y a su antiguo hombre
de confianza Ricardo Costa, en el banquillo de los acusados defendiéndose como
gato panza arriba de evidencias vergonzantes, indignas de un político, mucho
más –aquí siempre, como en los saltos de altura, se sube el listón– asqueante
resulta el affaire del duque de Palma
y la posición en que su avaricia ha colocado a la monarquía española.
A nadie medianamente informado se le
oculta que el rey tenía fundadas sospechas desde hace tiempo de los turbios
manejos de su yerno –cómo un suegro no iba a darse cuenta del súbito
enriquecimiento de sus hijos– y que le había aconsejado establecerse en
Washington con el pretexto de la educación de su prole. Pero es evidente que ni
siquiera él mismo podía sospechar del alcance de la codicia y de la
inverecundia del ex deportista –este hombre, al parecer, se había acostumbrado
a utilizar a su suegro como la lámpara de Aladino, y no había puerta que se le
resistiera.
Asegura, por medio de su abogado,
que está abatido, cosa lógica, pero de ahí a decir que también está indignado,
demuestra su ceguera. De haber alguien
indignado tenían que ser, en primer lugar, los miembros de la familia real, y
en especial, el rey; y, en segundo lugar, los ciudadanos, sobre todo, aquellos
que no ven forma de abrirse paso en la vida.
Pero, ojo, el caso Urdangarín no
puede quedar ahí, como tampoco el caso “de los trajes”. Hay que ir mucho más
allá en busca de los corruptores y corruptos del Palma Arena, del Gurtel, y de
todos esos casos que, sucesivamente, vienen empañando el buen nombre de España,
convertida, de Pirineos para arriba, en un país de farándula.
Más allá de la responsabilidad de
nuestros ineptos gobernantes en lo referido a la ruina que se cierne sobre
nosotros, está, y eso no se puede obviar, la de la horda de mangantes de toda
índole que, aprovechando las peculiares circunstancias vividas a lo largo de
estos últimos años, se han labrado fabulosos patrimonios a la sombra de una
absoluta permisividad y de una falta de controles inauditos, dejando, de paso,
el país, convertido en un albañal.
Y si nosotros, ciudadanos de bien,
nos sentimos estafados, cómo no se sentirán esos miles de pequeños delincuentes
que atestan las prisiones españolas por un quítame allá esas pajas, y por
delitos infinitamente menos graves que los que a diario salpican las páginas de
la prensa española.
Aquí no hay más remedio que cortar
cabezas si se quiere restablecer la ejemplaridad que ha de presidir la moral de
un país moderno y avanzado. Se ha roto el molde y no hay más remedio que
recomponerlo. La honestidad y la transparencia que ayer mismo preconizaba
Mariano Rajoy no pueden quedar en meras palabras rutinarias. Hay líneas que no
se sobrepasan impunemente y aquí se ha mezclado todo.
Juan Bravo
Castillo, domingo, 18 de diciembre de 2011
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