INGENTE TAREA

                                    
            Llegó la hora de recoger lo que se ha sembrado. Las urnas no engañan. No ha sido una campaña; ha sido un campañón de dos meses, inacabable y, a veces, hasta insufrible. Pero a todo le llega su fin. Sólo unas horas, unas cuantas horas y se hará público el veredicto. Y, salvo fuerte descalabro –que muy bien pudiera haberlo–, todos dirán quedar satisfechos, y, ya de madrugada del lunes, empezarán a sonar los teléfonos ofreciendo pactos. Como de costumbre. Y más aún desde el final del bipartidismo que tantos destrozos hizo.
          Aquí, la clave es sumar los ansiados 176 escaños. Todo lo que no sea eso, será el fracaso. Si eres el primero, te espera la gloria; el segundo no es nada, no cuenta. España, reconozcámoslo, por culpa del separatismo unilateral catalán, de nuevo está partida en dos. En tiempos de Adolfo Suárez, la UCD e incluso el CDS aspiraron a ser la bisagra de España, gentes que se consideraban de centro y que, en su día, jugaron un importante papel. La creación por parte de Albert Rivera del partido Ciudadanos, que se llevó por delante como un huracán a Rosa Díez y los suyos, pareció reverdecer viejos laureles centristas, pero la decisiva inclinación de este grupo hacia la derecha, por mucho que sus dirigentes digan, le ha hecho perder mucho de su frescor primitivo. Que un voto de Ciudadanos vaya a confluir con un voto de Vox es descorazonador. Pero a eso hemos llegado.
       Todos, lógicamente, quieren ganar, ajenos por completo a la ingente tarea que les espera: España está, si no rota, a Dios gracias, sí resquebrajada, por culpa de las tensiones, los odios y la vesania que se están vertiendo. Es como si todos los problemas resurgieran al mismo tiempo, como si todo se hubiera quedado caduco, como si las dos viejas Españas de las que se dolía Machado de nuevo resurgieran a riesgo de rompernos el corazón: unos intentando sobreponerse a otros; unos intentando imponer sus criterios a otros, en las ideas, en los gestos, en las formas de actuar. Por un lado, los que se creen en posesión de la verdad; por otro, los añorantes, los manriqueños defensores a ultranza del viejo dicho: “Cualquier tiempo pasado fue mejor”. 
        A esto nos ha llevado el fanatismo imperante en amplias capas de nuestra sociedad; a esto nos ha llevado una crisis durísima que Rajoy no supo o no pudo resolver. En España no ha habido “chalecos amarillos” como en Francia, pero lo que vemos es todavía peor, porque, para nuestra desgracia, y por culpa de nuestro carácter – aunque en esto no se puede generalizar, visto el comportamiento de nuestros mayores jubilados–, somos de los que esperan que el Estado nos saque las castañas del fuego. Y a nadie con dos dedos de frente se le oculta que, gane quien gane, a nadie dejará satisfecho en tanto no se aligere el enorme peso muerto de la Administración y se repartan equitativamente las cargas del Estado.
         Se vive de esperanza, pero los hay que están hartos de que jamás les toque el pedazo de tarta al que, como españoles, tienen derecho. Hasta la España semianalfabeta de la Segunda República perdió la paciencia. Hoy que les hemos dado a nuestros hijos estudios, carreras y másters; hoy que hemos abierto los ojos al pueblo, no los podemos seguir defraudando con nuevos miedos a posibles crisis venideras. Hoy, más que nunca, hay que advertir a esos que esta noche van a dar saltitos de gozo  y júbilo, que lo que se les ha entregado no es un cheque en blanco, un acomodo plácido, un futuro esplendoroso para ellos y para los suyos, sino, antes bien, una carga, una enorme responsabilidad, una concatenación de problemas a los que tendrán que hacer frente sin demora para restañar las heridas abiertas y para embarcarnos en un proyecto común, ilusionante, en el que los privilegios se acaben e impere la justicia. Casi nada…

                        Juan Bravo Castillo. Domingo, 28 de abril de 2019
            
              

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