LA ESPAÑA EN LA QUE ALFONSO GUERRA CREE


            Uno de los grandes problemas que tiene hoy día la clase política es su desprecio a los dirigentes mayores de sesenta años a los que jubila sin compasión, considerándolos jarrones que nadie sabe dónde poner. De ahí esa desvergüenza generalizada de “colocarlos” –nunca mejor aplicado el término– en grandes consejos de administración de empresas conchabadas, o en organismos como el Consejo de Estado que, visto lo visto, se ha convertido en un simple “cementerio de elefante(a)s”, muy bien remunerado por cierto.
            La política es hoy asunto, no de muleros –que un día, según parece, le espetara a Franco el célebre Rafael Sánchez Mazas, el único de sus ministros al que el dictador nunca se atrevió a tutear–, sino de gente cuarentañera, con buena fachada, mucho arrojo y aún más jeta, penenes, en suma, de esos que en la universidad se las apañan para, a base de demagogia, quitar de en medio al correspondiente catedrático. Y es que en la política, como en la universidad, el saber no es requisito imprescindible, como tampoco el tener una ideología bien consolidada y un proyecto muy definido (véase, si no, el escándalo de las tesis doctorales).
            Valga esta introducción, un poco larga acaso, para hablar del libro que acaba de publicar Alfonso Guerra, hombre curtido en cien batallas, “voltaire” del parlamento español durante casi veinte años, hasta que, posiblemente gente de su propio partido, consiguió desactivarlo. Guerra, a diferencia de Bono y de Zapatero (desde que este último salió de su escondite donde, como las marmotas, vegetó casi cuatro años por miedo a que le rompieran la santa faz), nunca ha sido showman televisivo, lo suyo ha sido y sigue siendo, como vemos, la reflexión política pausada y plasmada en una obra ya bastante extensa que, lamentablemente, no son demasiados los socialistas que conocen, dadas sus ocupaciones y el tiempo que hoy día la clase política dedica a la intriga, al cabildeo y a la pugna por mantenerse en el puesto.
            Guerra, como político con la carrera hecha, se permite el lujo de decir lo que piensa y lo que ve, y lo que ve, como ayer mismo me decía Antonio López –venido a Albacete, un año más, a impartir su taller anual–, no le gusta nada, pero que nada. Imagino que las tesis que expone en La España en que yo creo, habrán sido recibidas con una sonrisilla condescendiente en el “núcleo duro” del PSOE, una de esas sonrisillas descalificatorias (como cuando se decía “¡Bah, cosas de Cela!”). Pero Guerra, con toda su experiencia, no hace más que poner el dedo en la llaga de una realidad más que preocupante, que, de momento, ha sacado a la calle a la extrema derecha de Vox, como años atrás, la inoperancia y la corrupción de los dos partidos alternantes (como Sagasta y Cánovas, antaño), generaron la aparición de Podemos.
            Guerra, con su libro, destapa a Zapatero, saca los colores a Pedro Sánchez y revienta a Podemos. Libro demoledor de un “resentido” dirán algunos, y en qué hora tan inoportuna. Pero es evidente que Guerra no es ni oportunista ni demagogo, nunca lo fue, y lo que dice, además, somos muchos los que lo pensamos y sufrimos. Afirmar, por ejemplo, que “ningún gobierno puede funcionar bien con 84 diputados” es una verdad como un serón, porque continuamente te pone a los pies de los caballos, ¡y qué caballos!; y que hacer promesas secretas, por muy vagas que sean, a los declarados enemigos de España, no puede llevar más que a la tan temida “balcanización” de un país que se concedió una descentralización administrativa como forma de paliar las viejas desigualdades regionales, y que al final podrían terminar como los reinos de Taifas de la España musulmana. El que avisa no es traidor. La traición, todos sabemos dónde está. 
                        Juan Bravo Castillo. Domingo, 3 de febrero de 2019  

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