UN LARGO SILENCIO


            En una época de confusión como la que vivimos; una época en que, con el fenómeno de la autoedición, surgen a diario libros por doquier, poemarios, colecciones de relatos, ensayos, etc., que, sin pasar la mínima criba, se presentan como la obra de un auténtico genio en ciernes en entrevistas sin apenas rigor; en una época, insisto, en que surgen genios como setas que, con toda la desfachatez del mundo, y sin necesidad de abuela, se consideran Lorca, Joyce o Faulkner, y así se lo dicen al ingenuo entrevistador que así lo transcribe al pie de la letra; en una época, insisto, en que, precisamente por todo lo dicho, la crítica tiende a desaparecer porque no da abasto, y porque, como es natural, hay que reseñar a los “grandes”, a los Pérez Reverte, a los Javier Marías o a las Almudena Grande, para quienes la crítica es pura adulación, debido a la servidumbre que los pocos críticos que quedan dedican a las grandes editoriales; en una época así, tan dura y tan difícil, resulta, como mínimo, ejemplar, y así pretendo dejarlo escrito, la aparición de un libro como el que José Manuel Martínez Cano, albacetense, maestro de poetas, codirector de Barcarola y antiguo gestor del “Cultural Albacete”, acaba de sacar a la luz con el título, magnífico, de Un largo silencio.
       Todos sabíamos de su vocación poética y de su extraordinaria pasión por la literatura; conocíamos una serie de poemas suyos, aparecidos aquí y allá, como perlas recogidas a lo largo de un camino; pero, a diferencia de tanto “genio precoz”, jamás se dejó ver como uno de esos típicos “ansiosos del libro”, de uno de esos jóvenes airados que, como decía José Manuel Caballero Bonald en sus  tiempos mozos, si no publican un libro al año acaban sintiéndose enfermos. Y es que Martínez Cano, como buen conocedor de la historia de la literatura, sabía perfectamente bien que, frente a los poetas “profesionales”, los obsesivos del poema diario, están y estarán los que, como Baudelaire, viven y sólo en determinados momentos de su vida, cuando sienten la llamada de la inspiración, dan a luz un poema, que luego se dedican a perfeccionar como hacía Leonardo de Vinci con su Gioconda, o Paul Valéry con su “Cementerio marino”. Como ellos, como Mallarmé, como Baudelaire, Martínez Cano es de los que creen a pies juntillas que se escribe demasiado, y que la poesía –también en cierto modo la narrativa– necesita decantarse como los buenos vinos.
        Perfeccionista como pocos, exigente consigo mismo hasta el extenuamiento, dudó y dudó, y sigue y seguirá dudando, porque es de los que saben que él, Martínez Cano, es hombre de un solo poemario, el libro con mayúsculas que plasma, exorciza, e incluso a veces eterniza sus vivencias, tanto autobiográficas como literarias; de ahí sus múltiples dedicatorias que son como un puzzle de afectos, deudas y compromisos, tanto de seres fallecidos, fantasmas entre los que convive, que tanta huella dejaron en él y a los que tanto debe, como personajes vivos, poetas y amigos en los que halla el calor que tanto necesita.
            Soy de los que opinan, y así se lo manifesté en cuanto leí por primera vez su poemario, que estamos ante un centenar de “epifanías”, en el sentido joyceano, tan entrañable para el autor, al constatar que Un largo silencio era un archipiélago de instantes clave de su vida en que algo le decía que trascendían su propio existir, por más que únicamente fueran trascendentales en apariencia; instante mágicos como ventanas abiertas al cielo, a cuyo través la realidad se torna prodigio y algo muy dentro de ti te dice que el milagro puede ser aún posible. Momentos mágicos sin duda que conforman una auténtica autobiografía del alma. Leer un libro así te reconcilia con la poesía, la de Quevedo, la de Neruda, la de Elliot. Felicidades, José Manuel.

                               Juan Bravo Castillo, 25 de noviembre de 2018 



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